¿Qué es Europa?
Aunque a menudo se pretenda otra cosa, lo cierto es que, desde hace ya algunos años, la idea de Europa está en crisis. De una parte, tras Delors, Europa carece de verdadero liderazgo político; de otra, desde Maastricht (1992) no parece existir más cuestión que la unión monetaria, operación sin duda capital pero que casi por definición, por su misma complejidad técnica, resulta escasamente ilusionante. Parece significativo que los grandes temas que pudieran interesar al gran público -la integración política de Europa, su definición geográfica, la idea de un gobierno central europeo, la política exterior, el papel de las regiones- apenas se debatan.Estas siguen siendo cuestiones de máximo interés. La Unión Europea fue ante todo un ideal político, no una mera operación económica: aspiraba a la creación de un orden nuevo capaz de garantizar a los europeos, -tras la experiencia de dos guerras mundiales- estabilidad internacional, libertad política, desarrollo económico y bienestar social. La idea de Europa nació por dos razones, por una doble necesidad: crear algún tipo de unidad supranacional capaz de contener las ambiciones nacionales de los países europeos, causa de dichas guerras; reforzar la presencia europea en un mundo en el que la hegemonía europea -clave de la historia durante siglos -estaba ya irreversiblemente erosionada.
De ahí que la reflexión sobre el espíritu europeo, el deseo de definir lo que Europa había significado en la historia, fuesen paralelos a la construcción de las instituciones europeas: en los años cincuenta, por ejemplo, aparecieron numerosos libros -de Madariaga, Jaspers, Denis de Rougemont, Duroselle, Pirenne -sobre esos temas. El rapto de Europa, de Luis Díez del Corral, un libro estimadísimo, se publicó en 1954; la gran historia de Europa, de Henri Pirenne, entre 1958 y 1962; Ensayos críticos sobre literatura europea, de E. R. Curtis, una obra magistral, en 1950.
El interés de aquel debate fue indiscutible. Jaspers identificaba Europa con tres ideas: libertad, historia, ciencia. Diez del Corral cifraba la civilización europea en las realizaciones del helenismo clásico y de la antigüedad, de la cristiandad medieval, del humanismo renacentista, de la Ilustración y del liberalismo moderno; creía que la riqueza y dinamismo de la cultura europea habían determinado la centralidad de Europa en la historia del mundo; y pensaba que era precisamente la violentación exacerbada de los elementos constitutivos de su identidad lo que había provocado el rapto, que no la decadencia, de Europa, esto es, el extravío que Europa había sufrido en el siglo XX arrebatada por la voluntad de dominación, por el imperialismo, el nacionalismo agresivo y los totalitarismos.
Qué había sido (y por tanto qué era y qué se quería que fuese) Europa aparecían así como interrogantes esenciales. En Meditación sobre Europa (1949), Ortega y Gasset argumentaba que había una realidad evidente en su historia: la dualidad entre Europa como ámbito común de una civilización propia y distinta, y Europa como cristalización de diferentes naciones y culturas. Ortega veía en el equilibrio europeo entre las distintas formas de ser europeo que eran sus Estados y pueblos la fórmula que había hecho Europa y el fundamento de su reconstrucción y de su futuro.Que ese tipo de cuestiones siguen vigentes me parece innegable: una voluminosa historia de Europa (más de 1.500 páginas), publicada en 1996 por el historiador Norman Davies -cuya tesis subraya la centralidad europea a lo largo de los siglos de los países del Este y, en especial, de Polonia-, permaneció durante meses, ya en 1997, en las listas de libros más vendidos de Gran Bretaña y de Estados Unidos. La pregunta es, en efecto, qué es Europa. No se precisaba ese libro, desde luego, para saber que Polonia, Hungría o la República Checa son Europa: lo han sido siempre. Pero Rusia y Turquía ¿son Europa?, ¿quién lo decide? Europa no es continente, sino un subcontinente: no tiene frontera al Este. No es una unidad cultural ni religiosa, sino una diversidad formidable de naciones, Estados, pueblos y culturas. Jamás fue una unidad política. Siempre existieron varias Europas: la Europa occidental, el Mediterráneo, la Europa eslava, la región escandinava, el ámbito báltico, la Mitteleuropa. Tales divisiones distan mucho de ser artificiales: la Europa occidental y la Europa del Este, por ejemplo, tuvieron historias separadas desde el siglo XV. Todo ello plantea una gran interrogante: políticamente, ¿tendría algún sentido, alguna viabilidad como unidad transnacional, una Europa unida que fuese desde Dublín a VIadivostok?
Y no sólo eso. A menudo se habla, junto a la Europa de las naciones, de la Europa de las regiones. Pero ¿de qué regiones se trata? ¿De regiones etnográficas, de unidades étnico-lingüísticas o de regiones entendidas y definidas ante todo como zonas económicas especiales? Cabe desde luego hablar de lo primero y hacer de la Europa de las regiones la afirmación de los particularismos nacionalistas. Para Ralf Dahrendorf, ésa sería la peor de las Europas posibles. Es, por supuesto, una opinión. Pero Europa nació precisamente para remediar el daño hecho por el nacionalismo en la época contemporánea. La región no figuró en el proyecto inicial europeo: hasta los años ochenta, la política regional comunitaria tuvo muy escasa entidad. Sin duda, la Unión Europea requerirá regiones, pero entendidas como espacios geográficos desnacionalizados (tipo Arco Atlántico, Zona Alpina, Mar del Norte y similares) para la ordenación del territorio y la cooperación.
Ésos son los temas que interesarían a los europeos. Europa, o existe como una entidad política en la vida internacional capaz de ejercer liderazgo e influencia en el orden mundial o será un gigante inútil. Se dirá que unión política y unión monetaria y económica avanzan juntas inexorablemente. Pero eso es engañoso. La unión política requiere un grado mínimo de homogeneidad. A medida que la Unión Europea se amplía con nuevas incorporaciones -y no se diga si además se fragmentara - vía una regionalización territorial de base étnico-lingüística-, la idea de Europa se desvanece, o conduce paradójicamente a lo que se quería evitar: al reforzamiento de los Estados nacionales en el interior de la Unión.
Nunca se trató de eso: el proyecto de unidad europea debería culminar, como dijo reiteradamente Jean Monnet, en una Europa transnacional, en una Europa sin naciones.
Tal proyecto podría tener mucho de fantástico, y quién sabe si de imposible, pero era ambicioso y sugestivo. La actual Unión Europea, ganada por la tecnocracia y el burocratismo, sólo produce un tedio infinito.
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