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Balance de situación

Existe la generalizada idea de que lo fundamental es que, tras el breve plazo transcurrido desde las manifestaciones populares que se produjeron antes y después del asesinato de Miguel Ángel Blanco, hagamos un balance para deducir si esas manifestaciones han valido la pena.Yo creo que hemos de discurrir de otra manera. No es ocasión todavía de un balance o, por lo menos, no procede que el balance sea de ejercicio, sino, a lo sumo, de situación.

Para ello, hay que distinguir entre las manifestaciones populares en Euskadi y Navarra y las que se han producido, en el resto de España. Estas últimas son una muestra de indignación contra ETA y, salvo mínimas expresiones de algunos exaltados, de solidaridad con los vascos y de apoyo a éstos en su resistencia. En Euskadi y en Navarra son, además, una insurrección. Contra ETA y contra los que tratan de arrebatar al pueblo su palabra y su paz; pero también contra la manera de hacer política de los partidos.

Quienes tienen la tendencia natural a juzgar que la insurrección no ha valido la pena son, evidentemente, los señalados por la misma: ETA y sus apoyos, cuando reanudan su política de agresiones; los partidos, cuando caminan como si nada hubiera ocurrido. Pero lo más confuso de la nueva situación creada no es que la violencia intente reconstruir su posición de fuerza, sino que los partidos actúen como si la insurrección no se hubiera producido, por lo menos contra ellos. Ese "¡ya hemos comprendido el mensaje!", que las burocracias de los partidos lanzan cuando los ciudadanos se han manifestado, suele ser, y lo ha sido esta vez, la fórmula hueca que oculta el cinismo de quienes no quieren moverse de sus posiciones.

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El balance, en la lucha contra la violencia, no se debe hacer sólo desde las manifestaciones populares. Las razones para ser optimistas, moderadamente, en esta lucha son más antiguas. Están en que las variables más importantes hace tiempo que están funcionando a nuestro favor: ETA pierde fuerza y sentido, HB pierde apoyo popular y el corte entre demócratas y violentos se profundiza. Por eso estamos ganando, aunque sea poco a poco, demasiado poco a poco. Es cierto, sin embargo, que la tercera variable -el corte entre demócratas y violentos- se había difuminado por culpa fundamentalmente del PNV. No sé si se habrá percibido fuera del País Vasco la creciente insensatez y, desde luego, irresponsabilidad, en que habían incurrido representantes tan notables como Arzalluz, Eguíbar u Ollora. Los tres son sólo una muestra de una línea, yo pienso que minoritaria, pero firmemente implantada en su organización, que tiende puentes entre nacionalistas violentos y no violentos y que pretende excluir de la identidad vasca a los no nacionalistas.

La insurrección, en su segunda vertiente de crítica a los partidos, ha jugado un papel fundamental. Ha desautorizado con toda claridad la vía Arzalluz-Eguíbar-Ollora. Pero el PNV, dominado sobre todo por los dos primeros, reconduce la situación, como si nada se hubiera producido. Sin embargo, la insurrección sigue viva: del mismo modo que sigue viva frente a los violentos, sigue también contra los de los puentes convertidos en laberinto. Pero ¿sigue siendo eficaz? Pues sí, siempre que entendamos su función. La insurrección nunca ha pretendido sustituir a la fuerza del Estado de derecho. Espera, por el contrario, ser amparada por ésta. Por eso no es extraño que, frente a las nuevas acciones de los violentos, los que en su día participaron en la insurrección trasladen su responsabilidad a las fuerzas de orden público. Está muy bien que sigan activos frente a las provocaciones en las fiestas de los pueblos, pero lo que pretenden, legítimamente, es que sean esas fuerzas quienes cumplan con su deber.

La insurrección nunca ha pretendido tampoco sustituir a los partidos, sino pedir que ejerzan su función. No se trata de que los partidos hayan sido rebasados por los movimientos populares, pues esto ni siquiera lo han intentado: no hay más que recordar cómo los representantes de las organizaciones políticas fueron aplaudidos y, en algún caso, como el del alcalde de Ermua, seguidos. Se trata de cómo les han señalado un camino que los dirigentes no han sabido ni entender, ni emprender. Por mediocridad. No es que el movimiento popular haya sido agostado, sino que los líderes de los partidos han mostrado escasa capacidad de adaptación, algo difícil, por otra parte, pues lo que no cabe es que las mismas personas que han mantenido una línea mantengan con credibilidad la contraria. Si el caso más grave es el del PNV, en esta situación está, no sólo porque se empecina en reproducir sus tesis, como si no hubiera existido un movimiento popular, sino también porque es el partido más fuerte. Pero si hablamos de empecinamiento ¿qué tendríamos que decir de EA, de las insensatas declaraciones de su líder Garaikoetxea cuando compara los pronunciamientos públicos del PP y del Gobierno con la propaganda de Goebbels, o cuando desautoriza a sus militantes más valiosos y más decididos a emprender la renovación política, como es el caso del alcalde de Hernani? (De IU, en Euskadi o en España, ni siquiera vale la pena hablar: tan incapaces son de comprender lo que supone renovar la política).

El cambio necesario requiere el cambio en los proyectos y en las personas. Precisamente para evitar uno de los riesgos mayores que sufre nuestra democracia: el del desprestigio que acompaña a los nombres demasiado perpetuados. Por eso resulta particularmente lamentable que un partido como el socialista, enfrentado hoy a cambios en sus dirigentes, no sea capaz de percibir hasta qué punto tiene, y puede perder, la ocasión de promocionar a gente nueva, como es el caso del alcalde de Ermua.

No se puede pretender, en todo caso, que las posiciones de los partidos coincidan, ni siquiera en su línea antiterrorista. Lo que se les ha pedido a los partidos es que comprendan que la línea de separación ha de establecerse entre los demócratas y los que practican o defienden la violencia y que esto exige ciertos grados de unidad de acción. Por lo demás, si eran disparatadas algunas imputaciones al PP, no lo es que se le puedan seguir dirigiendo tres reproches básicos: el primero, el de su responsabilidad en la crisis de unidad, cuando planteó una oposición difícilmente compatible con el acuerdo entre los partidos; el segundo, la continuación de sus reflejos autoritarios, como su reciente intento de discriminar en la minoría de edad; el tercero, la, aunque no goebbelsiana, sí constante tendencia a convertir en propaganda su proceder.

Y, sin embargo, algo ha cambiado y sigue la señal del cambio. Porque tampoco debemos caer en la tentación de los agoreros, aquellos que hace un año, cuando nos visitaban, nos explicaban que no nos quedaba otra solución que la de la negociación entre demócratas y violentos y hoy nos ilustran sobre cómo, en unos pocos días, un movimiento popular ha sido arruinado. ¿No será, al final, el último rasgo de nuestra identidad, el que tengamos que soportar que vengan de fuera a definírnosla, sean estos visitantes del espacio periodistas o pintorescos personajes, como dramaturgos o filósofos inmigrados, o esquiveles de la paz?

José Ramón Recalde es catedrático del ESTE de San Sebastián.

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