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Tribuna:TRAVESÍAS
Tribuna
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Breve adiós a Tete Montoliu

Antonio Muñoz Molina

Se ponía en pie con cierta torpeza al terminar la última canción, giraba en dirección al público sin dejar de apoyarse en el piano y hacía algunas inclinaciones rígidas y sumarias, tan rígidas y tan separadas entre sí como sus extrañas sonrisas de hombre ciego, en las que no participaban otros músculos que los de la boca. Tras los cristales anchos de sus gafas, que solían tener monturas de plástico rosa o naranja, se entreveían sus ojos, cada uno perdido del otro, un párpado muy alzado o medio caído, los ojos sin utilidad ni sosiego, guiñados a veces como si los hiriese una luz, la de los focos que siempre lo alumbraban y que él no vio nunca, la luz que viraba a tonalidades más suaves y cálidas cuando se inclinaba sobre el piano y empezaba a tocar.Sólo entonces no parecía perdido: dirigía con gestos seguros y eficaces a sus músicos, con una mano que se iba alzando poco a poco y caía de golpe para señalar el final de un solo o la entrada de un instrumento, con un ademán de la cabeza, incluso de los hombros. Mientras tocaba su cara iba cambiando con una especie de entrecortada fluidez, de un segundo a otro, como podía cambiar la entonación o el ritmo de su música. Ponía cara de felicidad, de sorpresa, de dolor, de broma, de disgusto, y cada vez era una cara distinta, la de un hombre que nunca se ha mirado en un espejo, que vive de otra manera en el mundo y también en la música, enclaustrado en ella y en su personal oscuridad, vulnerable entre tanta gente, en el espacio inmenso, confuso y cóncavo de un teatro donde resonaban durante largos minutos aplausos entusiastas. A veces, después de quedarse un rato de pie junto al piano, rozando con un gesto furtivo las teclas mientras se inclinaba, con una expresión de agradecimiento, de cortesía, de cierto embarazo, se encogía de hombros, volvía a sentarse, y decía con aquel tremendo acento catalán

-Si insisten...

Y entonces el hombre ciego y vulnerable, con su cara seria de administrativo, con su traje correcto y un poco anticuado, con sus gafas de plástico rosa o naranja que a veces fosforecían a la luz de los focos, lanzaba las dos manos blandas y blancas sobre el teclado y sucedía en pocos segundos un nuevo arrebato, la larga y delicadísima insinuación de una balada o un síncope de quiebros bebop. Tenía una virtud que tal vez es cardinal en el jazz, donde la música es sobre todo el músico que la ha tocado o la está tocando: tenía la virtud paradójica de ser él mismo y ser otros pianistas, así que a veces oírlo tocar, especialmente si tocaba solo, era como asistir a una sesión de espiritismo: podía tocar con las suntuosidades melódicas de aquel otro gran pianista ciego, Art Tatum, con la suprema introspección de Bill Evans, con las disonancias, los laconismos, las aleaciones de sutileza y sarcasmo del anacoreta Thelonious Monk, con la poesía nerviosa de Bud Powell. Pero siempre era él mismo, tan irreductible en la singularidad de su estilo como en la de su persona, educado y brusco, tan raro entre los demás músicos en el escenario y fuera de él, apasionado y seco, retráctil en sus ademanes, rodeado defensivamente de una moderada leyenda de excentricidad: no sólo asistía en el Camp Nou a los partidos del Barça, sino que más de una vez, si un concierto le coincidía con un partido de mucha importancia, salía al escenario dotado de una radio pequeña y de un discreto auricular, y escuchaba la transmisión al mismo tiempo que urdía una versión memorable de Round midnight.Una vez, después del concierto, en el camerino, un espectador emocionado, aunque algo desorientado, se acercó a pedirle un autógrafo. Él no se negó. Su mujer le puso un bolígrafo entre los dedos de la mano derecha, y guiándola con la suya, le ayudó a trazar unas letras separadas y grandes sobre una hoja de papel: Tete. Aquella mano, tan ágil en el piano, tenía ahora una cualidad torpe y pasiva, como la que había percibido yo al estrecharla. Había entrado en el camerino, un sitio grande y vacío, y desde la puerta hasta el lugar donde se hallaba él había cierta distancia un amigo común le indicó mi presencia, y él se puso en pie y adelantó la mano extendida, pero a mí me pareció que yo tardaba mucho en recorrer la distancia que nos separaba, en acercarme a aquella mano adelantada e inerme en una oscuridad que yo no era capaz de imaginar.

Podía llenar él solo y habitar de música una gran sala de concierto: queda el testimonio de su actuación solitaria en el teatro Real de Madrid. Pero también tenía la flexibilidad necesaria para convertirse en acompañante de otros músicos, esfumándose si hacía falta, quedando al margen como un excelente actor secundario, o enredándose en duelos de maestría con otros solistas: yo lo vi en un mano a mano alucinante con el vibrafonista Bobby Hutcherson, y he tenido la fortuna de asistir a su encuentro con Dizzy Gillespie o con Phil Woods. En un disco antiguo en el que tocan juntos Ben Webster y Don Byass, compitiendo entre sí con una vehemencia de luchadores viejos, magistrales y exhaustos, el piano de Tete Montoliu añade un alma abrasada de blues. Tocó con los mejores, aprendió de ellos, fue uno de ellos. Oírlo en un trío bien compenetrado, con el bajista danés Niels O. Pedersen y el sutil y elástico batería Billy Higgins, era descubrir que el tiempo se había convertido imperceptiblemente en música, que vivía uno tan circundado y vivificado por ella como por el aire que alimentaba su respiración. Cada sesión, ya digo, tenía algo de sesión de espiritismo, y en esos momentos se invocaban las almas del trío de Bill Evans a principios de los años sesenta, y se creaba, entre los músicos y quienes los escuchábamos, un recogimiento meditativo y el claustral como de música de cámara.Quiero seguir acordándome del Tete Montoliu de entonces, olvidar enseguida sus últimas fotos, la calavera prematura del cáncer y la quimioterapia. Si él congregaba en torno al piano las almas de Thelonious Monk, de Bud Powell, de Bill Evans, a nosotros nos queda el espiritismo de invocar en los discos a Tete Montoliu.

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