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El bueno de Jimmy y Bob el perverso

Jesús Mota

Una de las obsesiones favoritas de la crítica cinematográfica -no solamente en España consiste en marcar con etiquetas identificativas a los actores y directores; de forma que el sedicente crítico tan sólo tiene que aplicar en adelante el estereotipo con que se ha marcado a fuego el nombre del artista analizado para pergeñar, mediante éstas y otras falsillas, las crónicas correspondientes en cada estreno o disertación sobre el desdichado artista sometido a tan romo tratamiento. Esta desidia intelectual -de nuevo hay que recordar que no sólo en España- es una de las razones más poderosas para explicar un curioso y triste fenómeno: que, más de cien años después de la aparición del cine como fenómeno de masas, como se decía antes, y casi otros tantos desde que se incorporó al paisaje cultural -y mercantil- de los intelectuales más recalcitrantes, los consumidores de cine y, lo que es peor, los propios críticos, siguen analizando cada película en términos argumentales o ideológicos, nunca en términos de lenguaje cinematográfico.El momento especial en el que los tópicos, más descarados y las ideas más manoseadas se vuelcan sin rubor, con maneras entusiastas y estólidas, es en las necrológicas. Todos los lugares comunes sedimentados durante lustros de incompetencia y pereza se depositan mansamente en las gacetillas funerarias, largas en elogios ampulosos, del tipo "el actor que mejor supo representar a... (aquí la simpleza correspondiente)". Las muertes recientes de James Stewart y Robert Mitchum no dejan lugar a dudas sobre la fruición con que se arrojan al público avalanchas de sonrojantes nimiedades. En el reparto de etiquetas, a Jimmy Stewart le tocó la de buen chico, el americano idealista e ingenuo, un poco tartamudo y perpetuamente atónito ante las artimañas de los malvados. Este estereotipo fue trabajado a fondo por los estudios, pero en su definición tienen una importancia decisiva la colaboración de Stewart con Frank Capra en ¡Qué bello es vivir! (It's a wonderful life), con el que los comentaristas de salón troquelaron su imagen azucarada, y su interpretación de Charles A. Lindbergh en El héroe solitario (Spirit of Saint Louis), de Billy Wilder. La bondad ideal y el americano fabuloso quedaron soldados para siempre. Pero el bueno de Jimmy era sobre todo un gran actor; probablemente, uno de los tres o cuatro mejores y más capacitados que ha tenido la industria cinematográfica en sus cien años de vida. ¿Por qué? Pues porque era -es- uno de los tres o cuatro actores capaces de mostrar con su trabajo emociones profundas, sentimientos complejos y matices inabordables para el común de sus colegas. Véase, a modo de muestra próxima, su interpretación de George Bailey en ¡Qué bello es vivir! A despecho de la bondad monolítica y el idealismo de opereta difundido unánimemente por los críticos, Bailey es dificil y retorcido; se mueve por ideales, por supuesto, es simpático e ingenuo. Pero, de forma gradual, con la ayuda inapreciable de la sabiduría de Capra y de una escalera desvencijada, Stewart construye, sobre esa base edulcorada, un hombre roto, luego histérico y por fin desesperado. Jimmy integra todos esos contrastes y los desarrolla poco a poco, cuando lo exigen el desarrollo de su drama personal que descompone y disuelve el personaje idealista primigenio. La perfección y profundidad de este tránsito hacia la obnubilación y casi la locura y la escasa gestualidad con que se consigue, sin chirriantes primeros planos, revelan a un actor excepcional.

En las imágenes de la historia del cine, el bueno de Jimmy tiene muchas y de las mejores que son de su propiedad. Son momentos relampagueantes que confirman el talento excepcional de quienes las concibieron y ejecutaron. Cine es el colérico discurso de su personaje, un lavaplatos que llegará a ser senador, mientras recoge el filete que ha caído en el suelo por la zancadilla de Lee Marvin, con John Wayne al fondo del encuadre, en una secuencia magistral de El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot to Liberty Valance), de John Ford (por cierto, una de las víctimas más notables de la incompetencia de la gran mayoría de críticos, y no sólo en España): cine es su crispada expresión y su rapidísimo gesto hacia las pistoleras vacías cuando descubre a su malvado hermano en Winchester 73; cine es su conversacion con Richard Widmark en la orilla del río en Dos cabalgan juntos (Two rode together); cine es su rostro cuando descubre que, al contestar al teléfono, ha revelado su nombre al asesino en La ventana indiscreta (The rear window); o su expresión obsesa y fetichista cuando ve a Kim Novak vestida y peinada a la medida de sus recuerdos enfermizos en Vértigo; o su escéptico asombro ante las revelaciones del espía moribundo y tiznado en El hombre que sabía demasiado (The man who knew too much); o el resentimiento con que, herido en la mano, mira el revólver en Tierras lejanas (The far country); y muchas otras. Resulta que el bueno de Jimmy ha participado en más obras maestras del cine que cualquier otro actor, con John Wayne, Heriry -Fonda y James Cagney.Por el contrario, en el sorteo del código de barras, a Robert Mitchum le tocó la careta de duro e indiferente. No exactamente malvado, sino desarraigado. Un tipo de los que no venden a su madre por un dólar porque no se acuerdan de que tienen madre. Para Mitchum se trabajó desde los estudios una versión simpática o melancólica, según las circunstancias, de la tipología básica del bad good boy, desarrollada abundantemente por los encallecidos guionistas de Hollywood, como un truco más del argumento, en las películas de serie B. El caso de Mitchum es similar al de Stewart, aunque su capacidad interpretativa fuese menor: tampoco tuvo la suerte de cruzarse con John Ford o Alfred Hitchcock. Pero, aun. así, aportó a su oficio tres interpretaciones memorables: Retorno al pasado (Out the past), de Jacques Tourneur; Cara de ángel (Angelface), de Otto Preminger, y La noche del cazador (Night of the hunter), de Charles Laughton. Una carrera profesional envidiable, aunque, paradójicamente, Bob El Perverso se acomodó siempre mejor a las pautas de interpretación de las productoras, con sus criterios caracterológicos predeterminados, que el supuestamente más integrado James Stewart.

Stewart y Mitchum eran actores profesionales. En su generación, las estrellas eran obra de los estudios. El bueno de Jimmy y Bob El Perverso participaron en muchas películas anónimas, sufrieron años de meritoriaje y perfilaron su estilo interpretativo con tenacidad antes de ser considerados como estrellas. Antes de serlo, aprendieron a fondo su oficio. Hoy, cualquier actor o actriz mediocre con más de dos películas interpretadas -y no sólo en Estados Unidos- adquiere la categoría de genio inmarcesible. Idéntica reflexión cabe hacer sobre los directores y los guionistas, como cabezas más visibles o más reconocidas del negocio cinematográfico. Stewart y Mitchum forman parte de la última generación de actores a la que se le exigí aportar valor añadido a sus meras presencias físicas antes de entrar en el olimpo de los actores, parafraseando la clasificación de Andrew Sarris. De esa clase de profesionales toda viven Kirk Douglas y Gregory Peck. Hoy, el valor añadido ya no es necesario; incluso es más un obstáculo que una ventaja. Y no sólo en el gremio cinematográfico.

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