Privatizaciones en el Kremlin
LA ÚLTIMA oleada privatizadora de empresas estatales está provocando una guerra interna en el Kremlin en la que aparecen dos bandos perfectamente identificados. Por una parte se halla el vicesecretario del Consejo de Seguridad, Borís Berezovski, cuyo poder se deriva de su riqueza particular (que tanto ayudó en la campaña de reelección de Yeltsin), de su influencia en medios de comunicación y de su estrecha relación personal con Tatiana, hija de Borís Yeltsin. De otro lado están los dos vicejefes de Gobierno: el veterano del Kremlin yeltsinista Anatoli Chubáis y el recién llegado Borís Nemtsov señalado con frecuencia como posible delfin para las elecciones del año 2000.El campo de batalla es el proceso privatizador. Hasta ahora, el Estado se ha desprendido de sus bienes con criterios escasamente transparentes y en condiciones que permitieron a muchos banqueros y empresarios hacer grandes negocios, sin beneficio para las arcas del Estado. El propio Chubáis dirigió la gran oleada privatizadora. Las cosas cambiaron cuando el equipo Chubáis-Neintsov empezó a funcionar coordinadamente. Era obligado. El Estado ruso está casi en bancarrota, no puede cumplir sus presupuestos, sus ingresos fiscales están a años luz de lo previsto y la falta de fondos impide pagar a médicos y profesores, burócratas y militares, con el riesgo de explosión social, o de algo más en el caso de las Fuerzas Armadas.
Las dos últimas privatizaciones las ganó el mejor postor. Y tanto en el caso del 25% del monopolio telefónico como en el del 38% de la productora de níquel NorisIk, la oferta más alta tuvo un factor común: la presencia del Oneximbank, que controla el ex viceprimer ministro VIadímir Potanin. Los medios controlados por dos significados perdedores, Berezovski y VIadímir Gusinski, lanzaron virulentos ataques contra Nemtsov. Y éste respondió a Berezovski acusándole de seguir haciendo negocios desde el Kremlin. Berezovski, en el último episodio por el momento del culebrón, denunció que Nemtsov y Chubáis no hacen caso de la clase empresarial y financiera en la que, según él, recae la responsabilidad de salvar la economía rusa, aunque quería decir que no le hace caso a él.
Los ataques contra la nueva política privatizadora proceden de poderosos medios de información que el Estado casi regaló. Y ni siquiera cuando tiene razón le queda al Gobierno espacio para hacer oír su voz al menos con la misma fuerza que sus enemigos. La guerra no ha terminado.
En lo que queda de año, y en 1998, se sacarán a subasta nuevas sustanciosas porciones de la cada vez más escasa tarta estatal rusa. Ya se están afilando los cuchillos para la privatización de parte de la petrolera Rosneft. Lo que cabe desear es que el proceso sea limpio, sin nuevas irregularidades ni favoritismos. Cabe desearlo, pero el escepticismo al respecto no parece fuera de lugar.
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