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Un descanso

Juan José Millás

Hace veinte años, un verano en el que me quedé en Madrid por falta de recursos, decidí afeitarme la barba para ver cómo era el individuo que se ocultaba detrás de ella. La sorpresa no pudo ser más desagradable: se trataba de un tipo de expresión mezquina, desprovisto de mentón, y con un labio superior tan delgado que se pegaba a la encía dibujando la forma de los dientes. Los ojos, dentro de ese conjunto, tenían una expresión ruin en la que no me reconocí. Por el contrario, mi gesto, con la barba, era de franqueza, y de obstinación quizá. La llevaba recortada de tal modo que sugería la existencia de una mandíbula inferior fuerte, agresiva, lanzada hacia adelante en busca de horizontes remotos. Así es al menos como yo quería ser, y lo cierto es que no tenía fama de cauteloso, sino de imprudente más bien, de audaz. No comprendía, pues, cómo detrás de una persona así pudiera haber crecido otra tan distinta.Por fortuna, la gente que conocía estaba fuera y en la oficina me habían dado tres semanas de vacaciones. Tenía tiempo, en fin, para ser el anterior antes de septiembre. Ese mismo día, pues, la dejé crecer de nuevo y procuré no presentarme, mientras adquiría su volumen habitual, en lugares donde pudiera ser reconocido. En cualquier caso, el golpe había sido' demasiado fuerte y no fui capaz de olvidar nunca a aquel individuo de expresión cobarde que me había contemplado desde el espejo como pidiéndome socorro. Yo no soy así, me decía una y otra vez, pero la imagen del individuo éste, tan ajeno a mi vida, no dejaba de vigilarme durante el sueño y la vigilia con expresión cicatera.

Quizá para combatir su penosa influencia, me volví más arrojado que antes; más generoso también. Rechacé varias posibilidades de ascender en mi trabajo por miedo a volverme demasiado acomodaticio, y no me casé, aunque me enamoré hasta el tuétano (no sé si mío o del otro) en un par de ocasiones. Tenía miedo, en fin, de que el matrimonio y los hijos contribuyeran a alimentar al sujeto que viajaba conmigo a todas partes detrás de aquella máscara natural llamada barba. La fama de soltero pertinaz me ayudaba a mantener una imagen algo insolente que inclinaba a mi favor la cuenta de resultados de la vida. Por otra parte, si bien es cierto que en apariencia me iba solo a la cama cada noche, la verdad es que me acostaba regularmente con el imbécil que había descubierto al afeitarme. En cierto modo era como estar casado con alguien invisible, pero que limitaba mis movimientos más de lo que habría hecho una mujer convencional. Por otra parte, a qué negarlo, yo me moría por tener una mujer vulgar, y unos hijos normales, un salón comedor, mesa camilla y televisor en blanco y negro.

Pero me, defendía a muerte de estos deseos que atribuía al otro, acentuando todo cuanto creía yo que me alejaba de él. De hecho, una vez caí en la tentación de pedir una hipoteca para comprarme un piso, pero anulé los contratos enseguida por miedo a aburguesarme y me gasté en juergas horribles, por interminables, el dinero que había ahorrado para la entrada. Por eso vivo en una pensión de San Bernardo, compartiendo la habitación con este magrebí que vende relojes de marca falsificados. Hace poco me ofreció un Rolex para agradecerme los préstamos que le hago regularmente, y, aunque le pregunté que con quién se creía que estaba hablando, lo acepté al fin para no hacerle daño, y no me lo he quitado desde entonces. Creo que resulta patético, sobre todo desde que ayer, en un arrebato, me quité la barba.

Era la primera vez en veinte años que no podía salir de vacaciones, ni me apetecía, la verdad. Así que al acordarme de aquel otro verano de mí juventud, tomé la cuchilla y el jabón para ver hacia dónde había crecido aquel pobre individuo que determinó de tal modo mi existencia. Lo diré sin rodeos: había ido a peor, pues ahora, a la expresión avara de entonces, había que añadir un punto de decadencia física que convertía el rostro entero en una ruina. El labio superior, más delgado que un papel de fumar, producía una sensación de desamparo insoportable. Y la barbilla había desaparecido totalmente como erosionada por una fuerza moral negativa. Sin embargo, al volverme y contemplar la habitación con dos camas y ver un Rolex falso sobre el lavabo, comprendí de súbito que soy así, como el que me había habitado durante todos estos años detrás de la barba. Es duro haber llegado con tanta precisión al lugar del que huías, pero ahora, al menos, soy uno en lugar de dos. Y es un descanso.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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