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Tribuna
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Inútiles

Mucha gente se sorprende y escandaliza ante el hecho de que exista en Estados Unidos una minoría morbosa que adora a los asesinos en serie. Esa minoría es la que enviaba cartas de amor a Ted Bundy o compraba los espantosos cuadros de John Wayne Gacy: uno y otro entretuvieron con ofertas de matrimonio y entrega al arte pompier el tiempo que la justicia norteamericana se tomó en sentarles en la silla eléctrica y freírles. Qué extraños son esos gringos, pensábamos aquí sin darnos cuenta de que también tenemos nuestros propios serial killers. Los nuestros, eso sí, tienen una excusa patriótica, y la minoría morbosa que les adora insiste en que cumplan sus condenas cerca de casa o en declararles hijos predilectos de su pueblo cuando mueren.La principal diferencia entre nuestros asesinos en serie y los suyos consiste en la escasa entidad dramática de los primeros. Norteamérica, como pueblo volcado al espectáculo, ha visto en esa serie de dementes que tiene en Andrew Cunanan su último representante, hasta el momento, un material adecuado para la industria del entretenimiento: es así como las películas con serial killer dentro se han convertido en un subgénero del cine policial que lleva años llenando las pantallas. Es una manera, todo lo frívola que ustedes quieran, de que los asesinos hagan algo por la sociedad a la que atormentaron.

Lamentablemente, nuestros serial killers no tienen ningún interés cinematográfico. Eugenio Etxbeste, Antxon, no es Hannibal Lecter, y un remake de Pena de muerte con Makario como el criminal redneck Matthew Poncelet y Joseba Egibar en el papel de la hermana Helen Prejean sería un aburrimiento. Por mucho patriotismo que le echen a sus carnicerías, nuestros patéticos asesinos en serie no sirven ni para un telefilme de sobremesa.

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