Una anciana herida pasa tres días tirada en en su casa sin ayuda
Desde que nació el 20 de abril de 1906, Pilar López Panadero nunca lo había pasado peor. La mujer, que vive sola desde que enviudó hace siete años, fue rescatada el domingo por la mañana por la Policía Municipal y los bomberos después de pasar tres días tirada en el suelo de su casa debido a una caída. El accidente se debió, según ella misma cuenta, a la rotura de la cama de su habitación. La anciana, de 91 años, rodó al suelo, y ya no se levantó. Sólo pudo arrastrarse hasta el salón y, con la escasa voz que le quedaba, pedir auxilio."Intenté moverme hacia la puerta, pero no podía", contó ayer a EL PAIS. Sin comer, sin beber, impedida para satisfacer sus necesidades, las paredes de su piso de la calle de Abascal se convirtieron en una prisión. Hasta que el domingo por la mañana un vecino oyó cómo un lejano quejido atravesaba el patio interior del edificio.
Cuando la Policía Municipal llegó, los agentes se encontraron con una primera sorpresa: nadie les quería abrir el portal. Insistieron hasta conseguirlo. Una vez dentro, como ningún vecino sabía exactamente de dónde procedía el quejido, recorrieron puerta tras puerta, piso tras piso hasta dar con la anciana.
Los bomberos se descolgaron por un balcón y abrieron el paso a la vivienda. El oficial de la Policía Municipal Agustín del Moral recuerda: "Estaba tirada en el suelo, tumbada del lado izquierdo mirando a la pared del salón". Pilar fue atendida por el Samur. Vestida con un simple camisón, sufría una fuerte deshidratación y su cuerpo estaba repleto de magulladuras. "¿Oiga doctor, voy a morir?", preguntó Pilar, al tiempo que rogaba que la ingresasen en una residencia. También pidió que recogiesen su dinero, 870.000 pesetas, ocultas en una bolsa de plástico blanca; y tres millones escondidos, según ella, en una red de ganchillo que la policía no encontró, hecho que la mujer atribuyó a un robo y culpó a alguien de su entorno familiar. Finalmente, fue trasladada al hospital Clínico.
Ayer, descansaba en la habitación 1.578. "No quiero irme de aquí", comentaba. Tumbada en la cama, visiblemente agotada, Pilar recordó la penuria pasada. No sólo la de los tres abismales días en que yació abandonada en el suelo, sino también su soledad anterior. Desde que murió su marido, su única compañía ha sido la del portero y la de dos sobrinos que una vez por semana acudían a visitarla. Con ellos salía, daba una vuelta y comía, como sucedió el jueves pasado, en un resturante cercano a su casa. Ocasionalmente, también paseaba sola, cruzaba la calle con ayuda de algún transeúnte y se sentaba en un banco a ver pasar las horas. Luego regresaba al negro túnel de su aislamiento.
Sin apenas relación con sus vecinos, ni siquiera con los más veteranos en el bloque de viviendas -"pues sí, la he visto alguna vez, porque vive aquí desde ni se sabe, pero no la conozco", decía una ayer-, la anciana se alimentaba de los bollos y la leche que le compraban sus sobrinos. "A veces, a final de semana, no me quedaba leche y mojaba los bollos con agua azucarada para hacerme la ilusión", decía Pilar.
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