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Reportaje:PLAZA MENOR: COLMENAR VIEJO

Tierras del cercano Oeste

La aerodinámica silueta de la nueva plaza de toros y la poderosa y altiva torre de la iglesia parroquial se perfilan en el horizonte cuando el viajero se acerca a la villa de Colmenar Viejo por el camino, hoy autovía, de Madrid. Son dos siluetas simbólicas que condensan la personalidad de este pueblo ganadero y piadoso, mariano y taurómaco. Roberto Fernández. Suárez, antropólogo y director de la Universidad Popular de Colmenar Viejo, recoge en uno de los capítulos de la Guía histórica de la villa dos de las fiestas más emblemáticas de una localidad rica en tradiciones populares: de la "vaquilla", ritual obviamente táurico y masculino, y la de las "mayas", festividad femenina y primaveral relacionada con la naturaleza y la agricultura. La festividad religiosa con más entronque es la de la Virgen de los Remedios. A finales de agosto, la Virgen de los Remedios abandona la ermita, si tuada a las afueras del pueblo, y recibe hospedaje en el templo parroquial, que figura bajo otra advocación mariana, la Asunción de Nuestra Señora.Para mantener un sano equilibrio entre la diversión y la devoción, celebran los colmenareños otra fiesta indudablemente pagana y de carácter lúdico, la de la "taba", fiesta doble que se celebra el 30 de noviembre y el 13 de diciembre, festividades de San Andrés y de Santa Lucía, involuntarios patronos de esta forma de ludopatía local, de un rito que sirve para aliviar la monotonía otoñal mediante un juego de apuestas en el que un hueso de taba de carnero sirve como rudimentario dado. Esta fiesta, a la que han accedido las mujeres en los últimos años, moviliza grandes cantidades de dinero, se produce en los bares a partir de las seis de la tarde y dura hasta la madrugada, en la que se producen las jugadas de mayor riesgo.

Para los aficionados a los toros, el nombre de Colmenar Viejo permanecerá siempre asociado, a la trágica muerte de El Yiyo. Un hito enlutado en la historia de una villa famosa por sus ganaderías de reses bravas, cuyo origen, plenamente documentado genealógicamente en un croquis de la guía histórica editada por el municipio, se remonta al año 1599. Aunque subsiste alguna ganadería de reses bravas, Colmenar Viejo, como tantas otras localidades próximas a la capital, vive en la actualidad del sector servicios, de la construcción y de los trabajos que proporciona la urbe. Sin embargo, la perpetua emigráción del campo a la ciudad ha sufrido una reciente inversión, un proceso que se detecta también en otras comunidades cercanas donde las viviendas consideradas como segunda residencia han pasado a ser de primera, al propiciar la mejora de las comunicaciones viarias un trayecto cómodo entre el trabajo y el lugar de residencia.

En Colmenar Viejo se multiplicaron a partir de los años sesenta las colonias de hoteles, que circunvalaron el casco antiguo, un casco en el que se percibe el deterioro de la vieja arquitectura rural, de las viejas casonas con patios, que han sido rellenados casi siempre derrochando mal gusto y aprovechando al milímetro los metros cuadrados. En su casco y a las afueras subsisten antiguas ermitas, las más interesantes la de Santa Ana y la citada de Los Remedios, y, paseando por las irregulares callejas del pueblo, aún pueden detectarse nobles ruinas y restos milagrosamente preservados de ciertos edificios de antigüedad y mérito.

Sólo la majestuosa iglesia parroquial da testimonio de la pasada importancia de una villa de nuevo pujante con más de 30.000 habitantes censados. El templo, de finales del siglo XV, combina hechuras de fortaleza medieval y primores de palacio renacentista, presidido por su maciza torre e 50 metros y protegido por un ejército de gárgolas furibundas que acechan en sus ángulos. Un monumento digno de figurar en todas las guías de viajeros que se acerquen a esta comarca, al parque de la Cuenca Alta del Manzanares, a lo que algunos autores llamaron "la sierra rica".

Fundado por pastores segovianos, Colmenar Viejo se pasó media reconquista con sus guerras particulares, como priilegiado objeto de la pugna territorial entre Madrid y Segovia, una enconada querella que ni el sabio Alfonso X supo resolver, optando por una solución de compromiso que acabó convirtiendo todo el territorio del Real de Manzanares, en el que se integra la villa, en una especie de premio que los monarcas castellanos concedían a sus súbditos más fieles, o a los más levántiscos, para congraciarse con ellos. Del siglo XV hasta el XIX, los colmenareños vivieron inmersos en numerosos pleitos por cuestiones de lindes y fronteras, de pastos y dehesas. Pleitos ganaderos dignos de la épica y del paisaje del western. Aunque John Wayne no llegara a cabalgar nunca por sus calles, cerca de Colmenar, junto al totémico cerro de San Pedro, existió un poblado del Oeste que construyó la industria cinematográfica y por el que pasearon acariciando las culatas de sus pistolas incipientes émulos de Clint Eastwood. Un pueblo muy concurrido en el que a veces se rodaban tres filmes al mismo tiempo, todo un caos para los sufridos extras, que no sabían cuándo debían aparecer vestidos de indios, de pistoleros o de empleados de la funeraria. Entre los figurantes de los rodajes abundaban legítimos cowboys colmenareños, acostumbrados al caballo y a las reses.

El autor de estas líneas atravesó por primera vez la calle principal de este pueblo fantasma, ya abandonado por la indústria, entre nubes de polvo, a bordo de un camión del ejército y sentado sobre una caja de municiones en su condición de recluta del cercano CIR de San Pedro, camino del campo de tiro, sin Winchester pero con el Cetme reglamentario. Colmenar alberga en sus alrededores las instalaciones de una base de helicópteros y de los cuarteles del CIR; también tiene un seminario y una concurrida universidad popular en la que reciben diversas enseñanzas no regladas hasta 700 vecinos del pueblo. Todo cabe en las 18.250 hectáreas de este amplio término, que contaba con 22.050 has ta la reciente segregación de Tres Cantos, que muchos colmenareños ven como un despojo. Tres Cantos y Colmenar, la urbe y el campo, dos formas de vida condenadas a entenderse.

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