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La insoportable ausencia de la moral

Fernando Vallespín

Uno de los momentos más estremecedores que me ha tocado vivir fue el asesinato de Francisco Tomás y Valiente. Me es difícil rememorar con detalle los sentimientos que se agolparon en mí ante la contemplación de su sangre en los pasillos de mi Facultad. En medio del dolor, sí puedo recordar dos ideas con absoluta nitidez: primero, la increíble distancia que existe entre la violencia como concepto abstracto, como un hecho más -todo lo terrible que se quiera- de la realidad, y la violencia como fenómeno que afecta a una persona querida y se introduce en nuestra vida cotidiana. Lamentablemente, sólo en esta última circunstancia somos capaces de verla de frente en toda su crudeza y sólo entonces podemos contemplar todo el horror y la sinrazón que comporta. Recuerdo que en ese momento me rebelé con fuerza contra la sistemática banalización de la violencia a la que todos asistimos impasibles, y deseé poder incorporar este sentimiento que nos provoca la violencia "contextualizada" a la imagen de la violencia "en abstracto".La segunda idea ya tiene que ver con la misma persona asesinada, auténtica encarnación del Estado de derecho, que enseguida me suscitó la confrontación entre civilización y barbarie, entre la existencia de una serie de garantías mínimas de convivencia arraigadas en determinados valores e instituciones, y la insoportable ausencia de la moral, la negación más absoluta y tajante del hombre por el hombre.

Sobre esto habría de volver con motivo de la liberación de Ortega Lara. Aquí no pude menos que recordar la escalofriante descripción de la lógica perversa del totalitarismo que hace años ofreciera la hoy tan recordada H. Arendt. Su análisis se centraba en el "experimento infernal" de los campos de concentración, que por sus dimensiones constituye un ejemplo excepcional de barbarie. Pero el frío análisis que hacía del "orden del terror", de su lógica profunda, es perfectamente extrapolable a cualquier violencia terrorista organizada. Arendt nos lo va desmenuzando en clave procesual, como una implacable cadencia que desemboca en la liquidación psíquica y física de las personas. En una primera fase se produciría la destrucción de la dimensión jurídirica de la persona, el desprecio de los derechos asociados a la naturaleza humana, de sus garantías jurídicas -aquellos, en suma, a cuyo respeto Tomás y Valiente había dedicado su vida- Le sigue la liquidación de su dimensión moral, la creación de una situación en la que los conceptos de respeto, culpa, conciencia o remordimiento comienzan a ser irrelevantes. El autorrespeto moral va dejando así paso a un mundo amoral que enmudece la voz de la conciencia. Por último se produciría la anulación de la individualidad, de la misma subjetividad, que reduce a los hombres a mero objeto de sus captores y que, como "cadáveres vivientes", pierden ya toda capacidad de resistencia. La persona, privada de toda integridad psíquica y física, de las condiciones de posibilidad para poder ser considerada como tal, afronta al fin la muerte casi más como una liberación que como un castigo. ¿Cómo no escuchar aquí el eco de las primeras palabras que Ortega Lara dirigió a sus libertadores creyéndoles sus verdugos?

Por su misma escenificación procesual y su proximidad al caso de Ortega Lara, el asesinato de Miguel Ángel Blanco ha contribuido a hacer perceptibles todas las dimensiones del terror. Aunque todas las víctimas son iguales, no es ya un caso más de "violencia abstracta", una de tantas noticias que hemos de digerir con rabia dentro de la siniestra cadena estadística de asesinatos de ETA. Queriéndolo o no, sus ejecutores han permitido que, como antes les pasara a los allegados de las demás víctimas, todos podamos contemplar la violencia terrorista a la cara, desnuda en su crueldad y sinrazón. Y que podamos retrotraer esta misma visión electrizante hacia todas las víctimas anteriores. N. Elías observó cómo lo terrible de la propia muerte no es ya tanto el que se produzca, cuanto el que seamos capaces de anticiparla. Del mismo modo, a pesar de ser igualmente horribles, no tiene el mismo efecto la noticia de un atentado, algo ya desgraciadamente acontecido, que el anuncio detallado de la víctima y la hora y día de su ejecución.

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La cruel anticipación del asesinato ha tenido un efecto catártico que nos ha permitido marcar claramente la línea entre la vida democrática civilizada y la barbarie. Desde sus orígenes, el sistema democrático se ha apoyado en una serie de valores mínimos, en un núcleo moral articulado en torno a la idea central que alimenta el imperativo categórico kantiano: el utilizar a la persona como fin en sí mismo, y nunca como medio. Sin él establecimiento de este mínimo moral bajo el firme blindaje del Estado de derecho no hay posibilidad alguna de acceder a una convivencia civilizada. Da cierta vergüenza tener que volver a recordar, casi a las puertas del segundo milenio, algo que ya era evidente desde la antigua Grecia: que no hay auténtica ciudadanía si la política no está informada por la justicia o, si se quiere, por ese mínimo de normas morales que permiten reconocernos como igualmente libres e iguales. Somos miembros de una polis que se construye a partir de una previa ciudadanía en un mundo moral. Y si la ausencia de esos criterios morales se nos antoja insoportable es porque provoca una inaceptable suspensión de la razón y del juicio.

Creo que es perfectamente aplicable a los grupos sociales que prestan su apoyo a ETA el certero diagnóstico que -una vez más- Arendt hiciera sobre la "banalidad del mal": que en última instancia el mal se asiente sobre la estupidez, sobre la falta de reflexión, sobre la incapacidad de atender a los requerimientos de nuestra atención pensante. Pero también, que estos requerimientos se ven adormecidos por los estereotipos, las frases hechas y, en fin, por toda presentación estandarizada e incuestionada de la realidad. El problema, como ya advirtiera admirablemente Javier Muguerza, es que "la renuncia a la fuerza de la razón o su desarme no equivaldría sino al sometimiento a la razón de la fuerza que nos acecha por doquier".

Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

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Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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