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Montecarlo, Madrid

Los vecinos de la avenida de Guadalajara que quieren cambiar su nombre por el de paseo de Montecarlo suponen que con el nuevo nombre les va a cambiar también la vida. No saben hasta qué punto.La propuesta ha sido hecha con el afán de convocar a los espíritus, que es lo que hace una chica cuando cambia a su novio Manolo del instituto por un Borja que lleva un cocodrilo en el lugar de sus iniciales bordadas en el polo, o lo que desea un aparejador cuando se manda hacer tarjetas en las que ponga ingeniero técnico. Según explicó en su día uno de los responsables de la idea, con el nuevo nombre los vecinos -estos vecinos- desean tener más suerte y que acuda más gente a sus comercios, que agrupados en el nombre totémico de Montecarlo adquirirían así un plus de chic, una onda mediterránea, un caché como de terraza de famosos.

Lo que estos vecinos no se pueden imaginar, quizá intoxicados por tanto porno rosa como consumirnos en España, es que con su propuesta están haciendo una transacción de largo alcance, una transacción -¿me atreveré a decirlo?- fáustica: no se juega con los nombres, como nos han querido recordar los ciudadanos de A Coruña, Lleida y Arousa, que al fin han recobrado sus señas de identidad después de siglos de imperialisino castellano e impostura.

No se juega con los nombres, pues no son los nombres hijos de la realidad, sino ésta, como sugiere la Cábala, la que se va desenrollando a partir de los nombres. Es fácil comprender así que no es lo mismo ser y estar en la avenida de Cáceres que ser y, estar en la de Montecarlo. (En Montecarlo basta con colocarse de espaldas al mar y mirar, no el más elegante sino el más apretado urbanismo del mundo, con autopistas que cruzan por la ciudad y torres que parecen del Pinar de Chamartín. De un solo vistazo se comprende cómo funciona un país dirigido con mentalidad de crupier y métodos de jefe de casino).

La propuesta del cambio se realizó en el último tercio del invierno, un periodo histórico tan agitado que los pequeños detalles han pasado desapercibidos. Y es que hubo signos, presagios, anuncios -como siempre en estos casos-, pero la prensa no los recogió. Con prurito de historiador lo hago yo ahora, para que conste.

Pues bien: según los augures, no habrán terminado de imprimirse las placas y los callejeros con el nuevo nombre cuando los vecinos de un inmueble de cuatro pisos, cuya identidad se oculta tras una metáfora profético-pretenciosa, se despertarán un domingo con la impresión de que la cama se les ha estrechado. No será la cama, será el edificio, que durante la noche se habrá estirado para hacerle hueco, bajo la sombra de un único castaño superviviente al asfalto, a una boutique de relojes de oro macizo.

Durante los primeros tiempos los síntomas de que el cambio de nombre no habrá sido en vano serán exclusivamente arquitectónicos. Se estrecharán edificios, se ampliarán las calles para hacerle sitio a los coches, se abrirán grandes espacios para lucimiento de los arquitectos oficiales, y proliferarán los chirimbolos con anuncios de objetos inútiles para cumplir las subcontratas publicitarias del Ayuntamiento.

Hasta que en un martes cualquiera, al despertar, los ciudadanos que juraban contra los pitidos de la doble fila apreciarán claramente que un nuevo instrumento se ha sumado a la orquesta. Algo parecido a una alarma a la vez más refinada y más imponente. Se asomarán a los balcones, en el diario ejercicio de acordarse de las madres de los pitidistas, y quedarán boquiabiertos al observar, entre la habitual masa de coches clónicos, unas cuantas pinceladas de lujo capitalista e individualista: unos coches negros o gris metálico, de los que saldrán largas, estilizadas, imponentes e inconfundibles sirenas de yate.

Serán, claramente, señales. A partir de ese momento los coches-yate y aún coches-yatecito de los quiero y no puedo irán ocupando la calle, y también los mirones, y finalmente los paparazzi vestidos de corresponsal de guerra husmeando por todas partes para ver quién se apunta la exclusiva del próximo novio de Carolina, que para entonces seguirá triste y perseguida por la maldición.

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