Las vacaciones
Cuando, en los años treinta, el Frente Popular francés conquistó las vacaciones pagadas, no podía valorar la victoria simbólica que añadía a su famosa conquista social. Los patrones quedaron convencidos de que si pagaban el asueto, pagaban, al cabo, para recuperar, en mejor estado, las fuerzas de producción, pero, para los obreros, el triunfo se representaba en que esos explotadores, acostumbrados a entregar sólo estipendios por la faena, siguieran dándolos por la ociosidad. Luego se desarrollaría la industria del ocio y el sistema recuperaría en la rentabilidad del consumo lo que había cedido en la productividad de la producción; con todo, el tiempo y la ilusión se habían creado.En China, hasta el primero de mayo de 1995, los obreros no contaban con fines de semana. Agachaban la cabeza laboral el lunes y no oteaban una realidad extraempresarial hasta el domingo. A partir de esa fecha los obreros chinos cuentan con dos días continuados de descanso. A cambio, las empresas estatales han echado cuentas y les han suprimido las vacaciones estivales. Concretamente, han calculado que si les regalaban 50 días más al año con los 50 sábados, era razonable que les arrebataran los 7 o 15 días -según la antigüedad laboral- que antes se les concedía. Por el momento decenas de millones de chinos se muestran de acuerdo con este canje. Incluso consideran que trabajar mucho y seguido es bueno para el progreso del país y también para ellos mismos, que podrían ver debilitada la gloriosa tenacidad con la que se empeñan. Culturalmente, los chinos han amado durante los últimos tres siglos la repetición sobre la innovación, la continuación sobre la interrupción, la perseverancia sobre todas las cosas. Bastantes costes les acarreó el Salto Adelante de Mao como para fiarse de los cambios bruscos.
Para los occidentales, sin embargo, el cambio es consustancial a la idea de estar vivos. Los veraneantes acaban el curso muertos, y son las vacaciones las que, según el lenguaje electromagnético del modelo ejecutivo, permiten renacer o cargar las pilas. Mientras en Oriente todavía se palpa un concepto del ser humano, como entidad ambigua, muy compleja y extensible a la armonía del universo, en Occidente los trabajadores, desde la revolución industrial, han asumido su condición de piezas. Piezas que se agotan, se gastan o se deterioran y requieren, de tiempo en tiempo, restauración, reparaciones o recambios. La cultura industrial, con dos siglos a la espalda, ha contribuido a esta autoconsideración del individuo como artefacto de producción, pero, aun en los ocios, la figura del coche ha ilustrado sobre el carácter de la individualidad occidental. Las regulares revisiones en los automóviles se prolongaron en los chequeos médicos; estar pasado de vueltas es igual al estrés; aplazar una tarea es igual a, dejarla aparcada, y una enfermedad degenerativa tiene su metáfora en las averías por natural desgaste del motor. El descanso del verano aparece así como una formidable nave de reparaciones donde los balnearios, las playas, las sierras ventiladas o los deportes devuelven al organismo la presteza de un motor corregido, una adecuada puesta a punto y otras analogías restauradoras de este tenor. Es difícil por ello que las vacaciones consigan acabar con el universo obsesivo de la producción y abran las ventanas a otro mundo.
En el imaginario de los veraneantes, la escapada se siente como un movimiento de libertad. Una liberación de la pezuña del jefe, de la disciplina del empleo, del apremio laboral. Pero, enseguida, apenas se consumen los primeros día! de asueto, el horizonte del trabajo vuelve a alzarse como la referencia que otorga su real naturaleza a la vacación. Los del Frente Popular celebraban a través de su conquista haber abierto una brecha ilusionada en la esfera de la opresión. Ahora sabemos que la esfera no tiene fisuras, que la fuga no tiene lugar y que sólo cuando el trabajo no es una ocupación indeseada es efectivamente posible dejar de trabajar.
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