La ampliación / dilución
Si uno puede aceptar sin mayor dificultad la generalizada opinión de que lo más propio del político es su mediocridad, yerran quienes la confunden con la estulticia. Pues si necio es el que no sabe, los políticos son, por el contrario, quienes mejor saben lo que quieren y lo que no quieren -otra cosa es que lo digan, que lo digan para no se entienda o que digan lo contrario- Y lo que quieren es siempre lo mismo: durar. Pocos seres más ontológicamente tales -esse persistere in esse est- que los políticos.Desde esta consideración, la lectura de los malogros y desencuentros del Tratado de Amsterdam y la previsión del desleimiento de la Unión Europea en su ampliación son expresiones de lo que no quieren los políticos, de su incapacidad para percibirse como políticos europeos y, en consecuencia, de su miedo a la Europa política, de su eurofobia aterciopelada pero visceral. La favorable acogida que, en su conjunto, la Agenda 2000 -que es el informe que la Comisión ha preparado, para la ampliación- ha tenido la semana pasada en el Parlamento Europeo así lo prueba. Pues cabe entender que la Comisión intente preventivamente acortar distancias con las exposiciones renuentes de los Estados miembros, pero el Parlamento, garante dé la voluntad política de los europeos,no.
Y ¿qué nos dicen la Agenda 2000 y su contexto despuésdel fracaso de Anmterdam? Todo apunta al descalabro. Comenzando por la Comisión Europea, que, al borde de los límites de la incompetencia, se ve amenazada con la reducción de los presupuestos de funcionamiento, acosada por las alertas sobre la reducción de personal, inquieta por la posible modificación restrictiva de su mandato administrativo, etcétera. Hay que repetir una y mil veces que la mayor parte de las disfunciones de la burocracia comunitaria vienen del hecho de que no es ni burocracia ni comunitaria. Pues ni tiene funcionarios suficientes para cumplir con eficacia las funciones que se le han atribuido, ni rigen en ella las pautas propias de las grandes estructuras administrativas, ni goza de esa plena y absoluta autonomía respecto de los Estados, sobre todo en los niveles superiores, que reclama la naturaleza e importancia de su cometido. En esas condiciones, el paso de 15 a 21 Estados, si no a 25, es condenarla irremediablemente al naufragio. ¿Es eso lo que se quiere? ¿Con qué fines? ¿Para verse obligados a recurrir a la salvación mediante organizaciones exteriores que asuman de forma inconexa y fragmentada las tareas de la Comisión, la instancia más supragubernamental de la Unión?
El presupuesto es el mejor revelador de toda política. Y las cifras que se manejan en la Agenda 2000 son una brillante ilustración no de lo que va a costar la ampliación -que eso ni lo sabe nadie ni parece tampoco interesar demasiado-, sino de lo que, no va a costarle a cada uno. Al Reino Unido, nada, pues el cheque británico que, dicho sea de paso, es tan voluminoso, como los fondos de cohesión, no sufrirá merma alguna. A Francia- y Alemania, nada tampoco, pues han conseguido que la PAC mejore sus porcentajes hasta llegar al 44,80% del gasto, de cuyo importe, más del 60%, se lo llevan la leche, la carne y los cereales, es decir, mayoritariamente, sus agricultores. Y así, hasta nosostros, que, gracias a la brega de los comisarios españoles, conservamos íntegro el Fondo de Cohesión. Si a este sálvese quien pueda añadimos que, lejos del Plan Marshall para el Este que pedía el presidente Santer, nos encontramos con la compacta negativa a aumentar sustancialmente los recursos de la Unión durante el proceso de ampliación, a lo que de verdad nos encaminamos no es a una Unión Europea de 25 Estados sino a un diluido espacio económico de vida átona y existencia precaria.
Para que ése no sea un destino imperativo, hemos de cambiar el sentido del proceso devolviéndole su raíz política: subiéndonos al euro para que no lo cabalguen los banqueros en solitario y convenciendo a los políticos de que en Europa también pueden durar.
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