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Tribuna
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¿Fin del apaciguamiento?

Tantas veces se ha comparado al conglomerado ETA-HB con el partido nazi que tal vez no resulte improcedente -a pesar de las obvias diferencias de- tiempo y situación- recordar, el desastroso resultado de la política de apaciguamiento seguida por Gran Bretaña frente a la amenaza del nazismo alemán. Pues si algo de la estrategia nazi perdura en la práctica política de ETA-HB, mucho de la estrategia británica re cuerda la seguida o propuesta por amplios sectores del nacionalismo vasco y no pocos políticos y publicistas españoles.El punto de partida de los políticos británicos fue una benévola comprensión, hacia las primeras reclamaciones alemanas, lo que les llevó a compartir cierto prejuicio de legitimidad respecto a la causa última defendida por los nazis. Nada afectaba a esa comprensión que los medios utilizados para fortalecer a Alemania aplastaran los derechos de los Vecinos y de las minorías. El partido nazi estaba ahí y cualquier consideración que se interfiriera en el tratamiento del nazismo como un hecho político era cosa de moralistas o ignorantes.

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Ese doble supuesto -legitimidad teórica de la causa final, indiferencia práctica ante los medios- se reforzaba por la convicción de que los Estados, por actuar con criterios de racionalidad, podían alcanzar acuerdos que obligaran. por igual a todas las partes. Los británicos, acostumbrados a una diplomacia de búsqueda de equilibrios, creían que sobre cualquier asunto cabía la negociación y que, una vez alcanzado un razonable nivel de concesiones, los alemanes quedarían satisfechos. Así entraron en la espiral que llevaría hasta Múnich en la seguridad de que la paz estaba por fin consolidada aunque fuera sobre las espaldas de checos y eslovacos.

A esta política de cesión se añadía por parte británica un cálculo de interés: mientras Alemania mantuviera relaciones si no de colaboración al menos de no agresión con Gran Bretaña, la URSS viviría bajo una amenaza que serviría al Reino Unido para reforzar su papel de árbitro de la política europea. Semejante razonaramiento estratégico se repitió con Italia, a la que se quiso atraer a la órbita británica para aislar al monstruo alemán crecido mientras tanto en el centro de Europa. Naturalmente, era tarde: la URSS, amenazada, pactó con Alemania, mientras Mussolini, lanzado a la aventura mediterránea, se echaba en manos de Hitler. El resultado de la política de appeasement no fue la paz sino, la guerra.

Algo hay en esta política entre Estados que puede valer para las relaciones entre partidos dentro de un mismo Estado. La presunción de legitimidad de la causa última de un partido, con olvido de los medios utilizados pzra imponerla, conduce en las democracias a una situación de debilidad que arrastra una quiebra de confianza en las instituciones. La ilusión de que todos actúan según criterios de idéntica racionalidad y los cálculos de interés para obtener ventajas inmediatas acaban rompiendo el frente de los demócratas ante el regocijo de los totalitarios. Así, los ciudadanos se sienten, de un lado, desprotegidos por sus instituciones; del otro, desorientados ante la debilidad y enfrentamiento de los demócratas.

Lo que nos ha pasado estos días es que los ciudadanos vascos han pulverizado en la calle ese dogal de la impotencia ante el terror que los partidos democráticos no han sabido romper en 20 años. Cuando desde Ermua nos llega la consigna "!Herri Batasuna lo tiene que pagar!", lo que se nos dice es que la paz nunca se puede alcanzar a costa de la impunidad del agresor. El reto hoy consiste en traducir ese grito de la calle en lenguaje de la política. Los primeros pasos son alentadores, pero si volviera a escucharse que ETA está ahí, que no se puede aislar socialmente a los agresores, que es preciso buscar una salida política, no estará de más recordar que la paz, cuando se trataba con nazis, sólo pudo conquistarse en las antípodas del apaciguamiento.

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