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Algo se mueve en el País Vasco

Hasta los acontecimientos del último fin de semana, la imagen que teníamos del conflicto vasco se apoyaba en dos premisas: la primera, que la lucha contra ETA sería un proceso largo sin que se dispusiera de medidas eficaces a corto plazo. El periodo de convalecencia, no sin alguna recaída, habría de durar bastante. La segunda, que la recuperación depende en buena parte de la capacidad de reacción que muestre la sociedad vasca, animada, incluso impulsada, cómo no, por éxitos policiales como la liberación de Ortega Lara, pero que, para que den sus frutos, han de venir acompañados por una amplia gama de medidas políticas dirigidas a afianzar la autonomía del País Vasco, apoyar el desarrollo económico y social de las zonas más deprimidas -se corresponden los índices de paro juvenil y la presencia agresiva de ETA- y, en fin, aquellas que contribuyan a aislar socialmente a los núcleos duros del nacionalismo violento. Lo decisivo, pensábamos y seguimos pensando ahora casi unánimemente, es que la sociedad vasca en su conjunto asuma el protagonismo que le corresponde, sin cuya colaboración activa no hay acción policial ni medida política que valga.Con enorme alegría, y casi sin dar crédito a lo que veíamos, hemos asistido a una movilización de tal envergadura que tendrá consecuencias importantes. No sé si se puede hablar ya del comienzo del fin, pero por lo pronto se ha volcado el platillo en la dirección debida. La labor abnegada y valiente que ha ejercido en estos últimos años el movimiento por la paz ha dado sus frutos. Cada vez era más notoria la presencia de personas, en su mayoría jóvenes, con idearios muy diversos pero unidas en un mismo fervor por conseguir la paz en libertad y democracia. Años de sufrir la violencia han llevado al pueblo vasco a la convicción de que hay que colocar la libertad por encima de los valores abertzales.

Así ha ido configurándose una estrategia para la paz en libertad que parte de reconocer que a este objetivo irrenunciable no se llega por ningún atajo. Y por tal se entiende, obviamente, la negociación que, en principio, debiera de constituir la forma más rápida y razonable de resolver un conflicto. Y no hay salida negociada no porque un Gobierno no pueda sentarse a negociar con los violentos -argumento sólo válido cuando el Estado está en condiciones de poner coto a la violencia, y en los últimos 30 años ya se ha visto bien a las claras su incapacidad-, sino sencillamente porque no hay nada que negociar.

En vez de echarse las manos a la cabeza, considere el lector el grado de autonomía adquirido con el último acuerdo sobre la autonomía financiera vasca -dentro de un proceso de ampliación de competencias que todavía no se ha cerrado-, pase a incluir tamaño grado de autonomía en la Europa unida que estamos construyendo y señale los temas que, sin fronteras nacionales, con una moneda única, con una política militar, de seguridad y exterior integradas, todavía cabría reivindicar con la independencia formal de Euskadi. Ante la convergencia de los procesos de autonomía nacional y de integración europea, la exigencia de autodeterminación, de independencia del pueblo vasco pierde buena parte de sus contenidos. Lo absurdo de la situación se revela en que ya sólo se mata por conceptos hueros que han perdido todo sentido.

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Y ello, claro está, en vez de facilitar las cosas las hace extremadamente difíciles. Si se planteasen metas realistas, acordes con la Europa de hoy, de algún modo cabría un arreglo negociado. Lo malo es que se manejan mitos sobre la identidad del pueblo vasco, sobre función y alcance de un futuro Estado vasco independiente sin la menor concreción política. Y como el único sostén de semejante mitología es la llamada lucha armada -es decir, el asesinato, el secuestro y la extorsión-, la violencia, ya sin objetivos concretos, no tiene otro fin que retroalimentarse. Sin la irracionalidad de los métodos se haría patente la irracionalidad de los fines. Qué le vamos a hacer; tanto la evolución de España como la de Europa en estos últimos 20 años han dejado a ETA sin suelo bajo los pies. Al no poder diseñar metas creíbles y razonables sobre las que se pudiera discutir, sólo le queda tratar de apuntalar con la violencia una mitología que se desmorona. La violencia pasa así de medio a fin, es la que crea la solidaridad de los verdugos que se creen víctimas, la de los asesinos que se consideran héroes, y en tal laberinto psicosocial se refuerzan lazos tan profundamente emocionales como por completo irracionales. Si a ello se añade el tipo de organización que corresponde a este tipo de acción subversiva -es decir, grupos desconectados entre sí a los que une tan sólo la fe en la misma mitología-, si se diera el caso de que la dirección de turno, después de larga negociación, llegase a un compromiso, no tardaría mucho en ser acusada de traición. Porque, si se pusiera punto final a la violencia, sean cuales fueren los objetivos alcanzados, no tardaría mucho en desplomarse la mitología si no cuajase pronto una nueva.

Nadie con sentido común rechaza la negociación. La desgracia consiste, justamente, en que no cabe una salida negociada. Es lo que había (convertido en tan trágica una situación, que se caracterizaba, de una parte, por el lento descenso de los apoyos de ETA -la base electoral de HB menguaba despacio, pero constantemente-, a la vez que en este último tiempo habían disminuido la intensidad y frecuencia de los alborotos callejeros. De otra, se comprobaba una creciente capacidad de respuesta de la sociedad vasca, como ya quedó de manifiesto con el fracaso de la huelga convocada a raíz de la detención de la cúpula de HB Podremos tenerla pronto en la cárcel sin que por ello se agraven -antes, al contrario- los desórdenes callejeros. Poco a poco, la calle ha dejado de pertenecer a los violentos, y después de la revuelta masiva ante el último crimen de ETA parece difícil que pueda recuperarla.

Tras lo vivido este último fin de semana no cabe excluir la posibilidad de que la situación haya dado un vuelco irreversible. Si algo nos ha enseñado este siglo es la facilidad con la que se producen cambios súbitos. Después de la experiencia terrible del nacionalsocialismo, -asistimos en Europa a la desaparición del nacionalismo- que dábamos por definitiva- cuando ha vuelto a brotar en los últimos lustros. Lo mismo podría ocurrir ahora, pero en sentido inverso. En todo caso, lo que caracteriza a estos vaivenes es la fuerza que toman en poco tiempo.

Cualquier partido nacionalista tiene que encontrarse muy incómodo ante un movimiento que comparte buena parte de los mismos mitos, pero que los anula por su adscripción a la violencia. Si la violencia etarra ha favorecido o no al nacionalismo vasco es cuestión que prefiero dejar abierta -el éxito del nacionalismo catalán no ha sido menor, al contrario, y no ha recurrido a la violencia-; lo que es seguro es que

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hace bastante tiempo que se ha convertido en una pesada carga para el nacionalismo gobernante. Las fuerzas sociales y económicas vinculadas al PNV están interesadas en dar una pronta salida al conflicto, ya que incluso, de perdurar, pudiera volverse contra el nacionalismo en su conjunto. Ahora bien, para el PNV, tanto como su pronta solución importa la forma de solucionar el conflicto.

La salida deseable para el PNV Pasa sin duda por la negociación, en la que estaría en condiciones de desempeñar un papel esencial en la trastienda, encauzando el resultado hacia una reconversión democrática del nacionalismo violento. !u objetivo principal en este difícil momento de disolución-negociación con ETA. es que el PNV conserve su hegemonía en, Euskadi. Pero si, como parece que está ocurriendo, la violencia de ETA se muestra cada día más irracional y caótica, y la sociedad vasca, convencida de que la paz en libertad está por encima de cualquier otro valor, sigue diciendo masivamente basta, el nacionalismo podría disolverse como azucarillo en el café. Imagíne el lector un País Vasco con autonomía plena, perfectamente integrado en. una Europa unida, libre ya de la violencia de ETA, que habría pasado al recuerdo como una terrible pesadilla, y que no fuera gobernado por ninguno de los, partidos nacionalistas que hoy se debaten entre el peso, de su mitología y el afán de realismo. Al fin y al cabo, el nacionalismo político, otra cosa es el cultural, está abocado a disolverse una vez alcanzados los objetivos.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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