La resaca
Los pasillos del Palacio de Congresos y Exposiciones presentaban ayer el fatigado aspecto de las resacas producidas por grandes acontecimientos festivos o funerarios. A diferencia del 28º Congreso de 1979, cuyos delegados perpetraron la aburrida ceremonia del parricidio ritual contra Felipe González, este 34º Congreso ha sido el teatro de la inesperada e indeseada jubilación anticipada del cabeza de familia que trae a casa los víveres electorales; veinticuatro horas después, muchos militantes del PSOE no habían metabolizado todavía la sorpresa, arrullados tal vez por la consoladora ensoñación de que las aguas desbordadas volverán a su cauce y el padre tarambana regresará al hogar. Arruinadas o debilitadas las esperanzas de que Felipe González continúe al frente del PSOE como presidente del partido o de su grupo parlamentario, queda todavía la incógnita de su eventual disponibilidad a competir por octava vez por la presidencia del gobierno tras haber perdido tres carreras y ganado otras cuatro.El ambiente en torno al 34º Congreso recordaba ayer una corrala de chismosos y un zoco de tratantes. Las negociaciones entre bastidores para designar al sucesor de Felipe González y a los restantes cargos de la ejecutiva llegaban a los pasillos aviesa o inocentemente desfiguradas: la desinformación de los manipuladores en perjuicio de los candidatos molestos rivalizaba con noticias donde los deseos se confundían con las realidades. Aunque la desestabilizadora campaña lanzada para convertir a Guerra en vicesecretario vitalicio haya descargado justificadamente sobre sus promotores buena parte de la responsabilidad por la dimisión de Felipe González, esos ladrones de tumbas si guen trabajando para saquear en provecho de su facción el túmulo funerario. Las pretensiones de los dirigentes regio nales de compartir el poder vacante den tro del PSOE se hallan en relación pro porcional con el peso electoral de sus delegaciones; el éxito o el fracaso de la sucesión de Felipe González dependerá de que la centrifugación territorial de la organización socialista consiga ser contrarrestada por la fuerza centrípreta de una dirección federal capaz de plantear los problemas de la sociedad española como un conjunto articulado.
La intervención de Felipe González en la apertura del 34º Congreso fue una pieza excelente que hubiera podido ser pronunciada sin apenas modificaciones ante la Cámara de los diputados durante el debate sobre el estado de la nación (con notable ventaja, por lo demás, respecto a su intervención como líder de la oposición de hace una semana). No es casual que un mismo discurso resulte adecuado para auditorios tan distintos como un congreso partidista, una asamblea parlamentaria y una vasta audiencia televisiva de millones de ciudadanos; Felipe González regresó anteayer a una idea central de sus mejores mensajes políticos: el PSOE no es un fin en sí mismo sino un medio para la mejora y transformación de la sociedad. Por ese motivo, la dimisión de Felipe González resultará incomprensible para quienes no compartan su convicción de que los partidos -aunque imprescindibles para el funcionamiento de la democracia representativa- no son propiedad de sus militantes y menos aún de sus dirigentes, autoperpetuados en el poder mediante ejercicios de cooptación: el PSOE pertenece también a los nueve millones y medio de ciudadanos que votaron sus siglas el 3-M.
Pero el rechazo del autismo y de la disciplina cuartelaria de los partidos no impidió que Felipe González hiciera un llamamiento a la unidad del PSOE. En su excelente libro sobre Los socialistas en la política española. 1879-1982 (Taurus, 1997), Santos Juliá muestra la enloquecida dinámica que condujo al PSOE durante la etapa final de la República desde las tendencias organizadas de caballeristas, prietistas y besteiristas hasta las facciones cainitas inmediatamente anteriores a la guerra civil; el riesgo de que los viejos fantasmas del faccionalismo pudieran encarnarse ahora en el guerrismo se ve reforzado por un nuevo peligro: el cantonalismo dentro del PSOE como subproducto de la división territorial del poder en el Estado de las Autonomías.
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