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¿Qué lengua pertenece a quién?

¿Por qué hablo en el idioma que hablo? ¿Qué lengua permanece cuando escribo? A menudo suelen hacerme esta clase de preguntas. ¿Por qué siendo catalana escribo en castellano? Preguntas que, si quiero ser sincera, no puedo contestar rápidamente, porque la verdad más aproximada al hecho de que siendo bilingüe haya decidido escribir en castellano guarda relación con mi historia personal y con la historia de mis orígenes familiares.Mi madre muere cuando yo he cumplido apenas los dos años y aún no me ha sido dada la posibilidad de aprender el abecedario del habla. Este traspié familiar determina mi vida y sentencia, si cabe, todavía más mi literatura.

Al morir mi madre, yo, que aún no hablo, me quedo sin el lugar del habla. Me roban la memoria. Dicen que mi madre era catalana. Que el catalán es la lengua de mis padres. Que así era como hablaba ella, si es cierto y yo decido creer la historia de que algún día tuve madre. La duda externa me enmudece, y cuando por fin me decido a hablar y a soltar algunas de las frases necesarias, lo hago en castellano, en el idioma de mi no madre, el otro idioma. Un idioma inferior para la familia. El idioma que una auténtica familia catalana no deja también de considerar como el idioma de Franco, el idioma de los españoles, el otro idioma, el impuesto y casi ajeno. El idioma del desacuerdo familiar, de la rebeldía contra la zancadilla del destino. El idioma de la escuela, por demás, de una escuela, como todas entonces, sometida al régimen del general Franco. El idioma de la orfandad absoluta.

Mi castellano, o español, o como decidan llamarlo, no es un castellano amable. Es un castellano duro y antipático. En la intimidad, a veces, resulta también muy tierno. Es el idioma tosco del expatriado. Y soy muy testaruda. Consigo casi todo lo que me propongo. Pareces hija de castellanos, pareces maña, oigo decir como una reprobación.

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Y yo me siento bien en ese exilio fraudulento de idioma castigado. La orfandad es una especie de exilio involuntario. En ese espacio de orígenes dudosos me gusta inventar palabras. Sólo las palabras inventadas son capaces de aliviar esta tristeza de falta de palabra. También me gusta jugar, a escondidas, con los distintos acentos del idioma español o castellano. Mi lengua es impura y a mí me gusta oscurecerla todavía más. Por otro lado, me incomoda no hablar bien el catalán ni tampoco el castellano. Escribo en secreto en ese idioma áspero, difícil y bastante inconfortable. Un idioma que voy haciendo mío a medida que crece mi escritura. El idioma que poco a poco consigue separarme del idioma incomprensible de mi madre.

La ciudad en donde vivo, Barcelona, es la ciudad de dos idiomas. El idioma catalán, por un lado, y el otro idioma, el español o castellano. Siempre hay quien no encuentra justa en la balanza esta división de lenguas que algunos tildan de arbitraria. El castellano es, además, el idioma del inmigrante, del otro catalán, el idioma de los desheredados, y es también el idioma de una parte de la burguesía que, al menos en la apariencia, sigue congeniando con el espíritu desastroso de Franco. Aunque exista ciertamente otra burguesía catalana que, defendiendo el idioma catalán, tolera el espíritu endemoniado de Franco. De ahí es de donde yo vengo, creo.

Mi castellano tiene aire de idioma oprimido y abandonado. A fuerza de usarlo se va convirtiendo en el idioma de mis libros, de mis lecturas preferidas, es el idioma de todos aquellos libros censurados por el régimen franquista y que nos llegaban en cargamentos suramericanos. Toda mi ansia de lectura se encuentra en este idioma castellano. En casa, porque entonces vivo todavía en la casa de mi padre, hay dos bibliotecas, la mía, en castellano, y la biblioteca catalana de mi padre. Una biblioteca suntuosa. Hermosa y admirable.

¿Mi biblioteca es española? No podría asegurarlo. Ni hoy tampoco me siento capaz de poner mi mano en el fuego para asegurar que cuando hablo o cuando escribo (pues sigo escribiendo en español o castellano) yo utilizo en verdad el auténtico idioma castellano.

¿Cuándo un idioma es auténtico? ¿Cuando se apodera de ti o bien cuando tú te apoderas del idioma? ¿Qué es escribir en un idioma auténtico o verdadero?

De uno u otro modo tengo que llenar el espacio del habla de mi madre abandonada. Dispongo para ello de otra lengua comodín, una lengua huérfana, una lengua sin madre, tal vez. Una lengua que, a fin de cuentas, se me parece bastante. Para escribir elijo el idioma de madre abandonada. Se me dirá que esto no es un idioma ni es nada. Pero esa nada es también el espacio desconocido de mis orígenes. La lengua de madre abandonada es mi auténtica lengua de escritura. De niña me gusta soñar que he inventado un idioma, y es verdad que, desde entonces a ahora, cuando escribo tengo la impresión o la necesidad de estar inventando siempre mi idioma particular de madre abandonada. Se me repetirá que esto no es una lengua. Y yo seguiré insistiendo en que ésta es mi lengua de escritora. Una lengua híbrida, seguramente, una lengua bastarda. Hay quienes la llaman literatura española o castellana. Ahora en Cataluña hay también quienes quieren llamarla otra especie de literatura catalana.

La suma de orfandad y bilingüismo que padezco como un regalo de santos y demonios ha situado mi vida de escritora en una especie de limbo de la literatura. Yo suelo calificar ese espacio de sótano, desván o carbonera. Desde allí puedo sacar al aire mi biblioteca interior. Puedo dirigirme hacia dentro en lugar de perderme hacia fuera. La ciudad en donde vivo, Barcelona, me permite esa clase de retiro literario. Es mi ciudad de las palabras. Y, además, cuando hay dos idiomas posibles, la ciudad puede convertirse a veces en un saludable encierro literario.

Los responsables culturales del Gobierno catalán actual insisten en separar las dos literaturas autóctonas. Yo sigo sin estar de acuerdo. ¿Cómo voy a dividirme por en medio? ¿Qué parte de mi aliento interior pertenece al aire catalán o castellano? En mi intimidad viven dos lenguas, hijas seguramente de madres distintas, contrarias o bien complementarias, y luego está mi lengua de escritura, que es la hija pródiga, o la hermana mestiza de ambas. En mi casa se hablan las dos lenguas. En mi relación con los otros, amigos o conocidos, conversamos en las dos lenguas indistintamente, ininterrumpidamente, mezcladas entre sí en la conversación social y sin conciencia alguna de este cruce constante del habla. Como si en Barcelona todos fuéramos escritores, porque los escritores somos, sobre todo, huéspedes del idioma. Escribir es transitar por un idioma prestado. El escritor toma prestado un idioma, o varios de ellos, para escribir algo personal con este préstamo. De ese modo nos vamos ensanchando y distinguiendo unos de otros, de ese modo nos vamos pareciendo, porque en el fondo, y cuando se trata de literatura, ¿qué lengua pertenece a quién?

Nuria Amat es escritora

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