La hora vasca
Con un programa tópico y típico, el Orfeón Donostiarra -que este año celebra su primer centenario y aprovechó la ocasión para, fuera de todo protocolo, repartir un folleto propio con boletín de inscripción incluído- empezó por Mieres, haciendo un recorrido marítimo en circulo que abarcó hasta Murcia y eludió el pardo horizonte mesetario y castellano. Varios de los arreglos escogidos se basaron en la voz solista, lo que no es precisamente el fuerte de esta prestigiada agrupación.Fue la hora vasca -con algo más del 50% de creación musical de esas tierras en esa primera parte-, lo que tiene poca justificación a pesar del lugar de origen del coro, ya que el repertorio más representativo de lo peninsular es amplísimo, sin quitar mérito y belleza al Aurtxo seaskan de Olaizola, por ejemplo.
La segunda parte, sin embargo, fue una filigrana de significados, porque la música, aún siendo sagrada, pocas veces es menos inocente que en estos fastos. Empezó un trozo de La flauta mágica (O Isis und Osiris), pleno de guiños francmasónicos; después, la Cantanta 147 de Juan Sebastian Bach (Herz und Mund und Tat und Leben), una de las que mejor exaltan el misterio del Verbo, y así las cosas, no podían faltar el coro de esclavos de Nabucco, un fragmento muy resultón que vale lo mismo para épocas de crisis que para tiempos de prosperidad.
En esta segunda parte, los valores locales estuvieron representados por el más universal: Manuel de Falla y una de las danzas de La vida breve, donde la coral donostiarra se ejercita y adelanta algo de lo que hará en el programa de apertura del Teatro Real el próximo mes de octubre. Cerraba el Cum sancto Spiritu de la Petite Messe Solennelle de Rossini, concesión donde las hubiera a la liturgia católica de antaño.
A pesar de tanto aire y verso rural, ni una sola composición de la música culta española surgida en estos 20 años, que haberlas las hay. Entre las propinas, Libertad sin ira, que facilitó el palmeo entusiasta de los presentes, y un Carmina Burana agradecido a la media bóveda del hemiciclo, que esta vez justificaba el talante escenográfico de sus pinturas entre un grutesco castizo y un pompie de discreta cuna. Entre los ecos de las buenas voces flotaba una pregunta: ¿Quién dibujó este programa? ¿Era acaso otro ejercicio de prudente consenso?.
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