¿Dos por el precio de uno?
El autor sugiere que atender en el congreso federal del PSOE la recomendación de Felipe González, en 1990, de dos por el precio de uno" ahorraría la repetición, en un plazo no muy largo, de un ceremonial análogo al que se prepara ahora respecto a Alfonso Guerra.Si en enero de 1990 el entonces vicepresidente Guerra hubiera dimitido por el escándalo que le afectaba, su comparecencia en el Parlamento pocos días después habría tenido el espesor de un gesto político de alcance insospechado para el desarrollo posterior de la democracia en España. Esa salida fue cegada por el desafío del presidente González, quien, al grito de "dos por el precio de uno", advertía al término del debate parlamentario que quienes demandaban la defenestración de Guerra estaban también provocando su caída. Aquella tarde algunos tuvimos casi la premonición de que la vida pública española amenazaba convertirse en un barrizal que haría a la larga intransitables los caminos del reformismo en España. A partir de entonces comencé a pensar si la opción más recomendable no era, después de muchos años de brega política, la vuelta a asa.
Claro que, si el parido entonces gobernante hubiese comprendido que en ciertas ocasiones una torrentera de justificaciones no vale lo que una decisión ejemplar, nuestra democracia habría fijado un precedente inequívoco y una doctrina irrebasable sobre el alcance delas responsabilidades políticas y no se estaría a estas alturas ni pendiente de los tribunales para determinarlas, ni apelando a las urnas para amortizarlas. Más bien al contrario, tendríamos claro que no hay que cargar sobre los hombros de los votantes, y mucho menos de los jueces, lo que corresponde exclusivamente a la conducta moral de los responsables políticos. Son estos quienes, enfrentados a la gravedad de las consecuencias indeseadas de sus acciones u omisiones, consideran que dimitir es en ese momento la única salida compatible con la sensibilidad democrática. Si aquel debate parlamentario de hace siete años hubiera tenido otro final, la indeseable contaminación penal de la vida pública habría carecido, al menos, de la cobertura que supuso el empecinamiento del PSOE en sacudirse el incómodo asunto de las responsabilidades políticas tratando de pasarle la pelota a los tribunales. La llamada judicialización de la vida política habría sido responsabilidad exclusiva de una derecha que tras las elecciones generales de 1989 se veía impotente para vencer democráticamente a su rival y, aireando el fantasma del "pucherazo", iniciaba la aventura de que fueran los jueces quienes le otorgaran aquello que las urnas le habían negado.
La evocación de aquello que pudo haber sido y no fue viene a propósito de lo que tiene visos de ser el punto central del inminente Congreso de PSOE: apear a Guerra. A estas alturas, el hecho en sí podría carecer de importancia. Sin embargo, la tiene. En primer lugar, porque es precisamente esta cuestión y no otros asuntos lo que, de echo, ocupa la ente de los organizadores de la agenda del Congreso. ¿Es que no hay, acaso, otro motivo de reflexión para este primer congreso tras una derrota electoral que ha ido a todas luces más expresiva de los vicios del perdedor que de las virtudes del ganador? ¿Se va a preguntar alguien por qué el partido tiene, desde hace años, agotada su inspiración y parece incapaz de troquelar algún pensamiento original y creíble? En segundo lugar, los modos con los que se está produciendo esta remoción resultan muy expresivos de un estilo político, al que, por cierto, no fue ajeno el propio Guerra y que se ha extendido a todo el espectro político. El ritual con el que se oficia este tipo de arrinconamiento (recuérdese el caso de Vidal-Quadra) suele o bien exhibir una retórica insufrible por cínica o bien producirse en medio de un ruidoso silencio, ya que quienes protagonizan la operación, si bien eluden cualquier explicación, consiguen a su pesar que sólo se hable de aquello que tratan de llevar a cabo con sordina y a hurtadillas. Por último, esta historia tiene además un interés añadido, casi morboso. Quienes conocen el oficio saben que la purgación que ahora se está suministrando a Guerra más pronto o más tarde se le aplicará también a González.
Hace siete años la pregunta de por qué relevar a Guerra se contestaba sola. Se podía haber dicho más fuerte, pero no más claro que EL PAÍS en bastantes de sus comentarios editoriales allá por los primeros años noventa. Se apuntaba en ellos que la estrella de Guerra declinaba porque se había agotado la clase de partido que él había promocionado; por cierto bastante funcional en los primeros pasos de nuestra democracia. Sin embargo, esa forma de socialización política en sus aspectos más criticables no sólo no se ha jubilado, sino que se ha reproducido y habilitado como mecanismo de control jerárquico en una multiplicidad de reinos de taifas. La obsesión por acumular poder en las instituciones, a fin de asegurar el control interno de los partidos y consolidar una suerte de hegemonía social, constituye el objetivo latente de quienes hoy nos gobiernan y, si nada cambia, de quienes aspiran a gobernarnos. Claro que para ello, ahora igual que antes, se requiere un tipo de partidos que cuajen en estructuras organizativas piramidales y cerradas, que hacen de la conservación del poder, a toda costa, la prioridad máxima. De ese modo, los partidos han reducido prácticamente los incentivos para el reclutamiento político a un seguro de vida o de estatus personal a cambio de una fidelidad sin voz y sin escapatoria, que diría Hirschman. La verdad es que nadie hace ascos a una práctica política que al producir rendimientos a sus muñidores homogeniza al partido gobernante y a la oposición, al Gobierno central y a los autónomos, a los sempiternos adversarios de Guerra y a sus otrora enfervorizados fans.
Como dicen los expertos en la materia, una de las consecuencias de los escándalos es que terminan modificando el esquema de relaciones de poder en el seno de todo grupo afectado por los mismos. La cascada de escándalos que se ha precipitado sobre el partido socialista ha generado hipotecas considerables, primero a Guerra y después a González, y ha acelerado la cristalización dentro del partido socialista de un paralelogramo de fuerzas que si bien no era inédito al menos carecía del grado de consolidación actual. A la pregunta de quién manda hoy en el PSOE se puede contestar del siguiente modo: el nuevo régimen de relaciones de poder descansa no tanto en una autoridad central con manos libres (en su día, el tándem González-Guerra), sino en una constelación de notables que han logrado conformar una alianza mayoritaria sindicando sus caudales de votos internos en la forma que mejor garantiza su propia posición de patrón político y los intereses de sus respectivas clientelas.
En este nuevo organigrama de poder, la función de Guerra como verdadero "jefe del personal" no es necesaria, al tiempo que parece redundante o prescindible en su papel de movilizador y propagandista. Pero, mientras que Guerra resulta un engorro, el carisma de González es aún electoralmente rentable. No obstante, un día el colegio de "barones socialistas con mando en plaza" caerá en la cuenta de lo que el propio González sabe mejor que ningún otro: que él, a pesar de ser el líder político más valorado, resulta un candidato imposible (las responsabilidades políticas en democracia, al menos mientras no se asumen, son indelebles como una especie de señal de Caín, que diría Ferlosio). Justamente en ese momento prescindirán también de González, sepultando lealtades aparentemente sólidas como en su momento ocurrió con Guerra. Por cierto, que en el terreno de la veleidad de las lealtades este último es uno de los personajes públicos actuales que más anécdotas sonrojantes podría desvelar, no sé si incluso emulando a aquel prócer republicano que se preguntaba extrañado el porqué de un nuevo adversario si precisamente no recordaba que éste hubiera estado alguna vez en la nómina de sus beneficios.
Así, pues, por los silencios, por sus síntomas y por lo que preludia cabe que el Congreso del PSOE pueda no ser una celebración especialmente edificante. Tampoco vislumbro una explicación alternativa capaz de refutar la que aquí se ha presentado. Como sé por propia experiencia que la política se ha convertido en un oficio duro y en un medio ambiente, donde ciertas pautas adquieren la fuerza de hechos ineluctables y el reformismo termina siendo impracticable, concluyo con una propuesta de mínimos. Está claro que el cambio de guardia en los liderazgos se ha puesto en marcha dentro del PSOE. Mi sugerencia es que ese tránsito se realice de un modo que no sea ni opaco ni ofensivo para la dignidad de los afectos o la inteligencia de los ciudadanos, pero evitando también ese aire agnóstico que crean las segundas partes o las prórrogas. Por eso sugiero que atender en este momento aquella recomendación de González de "dos por el precio de uno" ahorraría la repetición, en un plazo no muy largo, de un ceremonial análogo al que se prepara para este Congreso. De este modo se economizarían esfuerzos, se ahorrarían costes de decisión y se aligeraría el desconcierto engorroso de millones de seguidores socialistas. Ése es el desafío de un partido que no puede ya eludir la responsabilidad de presentar a la sociedad española una alternativa de Gobierno nueva, viable y esperanzada.
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