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FESTIVAL SÓNAR 97

Transporte colectivo

Daft Punk, las estrellas del 'techno', arrasaron en su actuación

Sónar calor. Todo estaba oscuro y el movimiento del público casi ni dejaba pensar. En el escenario, dos tipos anónimos manipulaban cachivaches con una frialdad que contrastaba con la pasión danzarina y la entrega absoluta de las 5.000 personas que les miraban como si en escena hubiese un espectáculo sensacional. Quizá esperaban una sorpresa, que el dúo francés extrajese en un inopinado momento un conejo de la chistera, pero no había chistera, y por supuesto faltó el conejo. Daft Punk, nuevas estrellas del techno, fueron fieles a sí mismos, y su actuación careció de imagen. Pero arrasaron.El éxito de la primera noche de Sónar fue concluyente. Una simple mirada a las matrículas de los vehículos aparcados en el exterior del recinto daba pruebas de que el festival ha traspasado las fronteras de Cataluña. Ya dentro, la disparidad de idiomas era absoluta, pero como siempre las miradas actuaban de traductor simultáneo.

La gigantesca rave estaba tomando altura, y ni tan siquiera las duras condiciones ambientales dificultaban el éxtasis colectivo. Es más, incluso parecían favorecerlo con aquellas riadas de sudor y frotamientos casuales. El delirio hedonista espoleado por el combinado de moda, Red Bull con whisky, ofrecía un panorama de hacinamiento de final de milenio según cómo estremecedor. Pero era igual, en el escenario estaban Daft Punk y eso bastaba.

Aun a riesgo de bordar lo trasnochado, más de uno pensó que para tal viaje no eran precisas semejantes alforjas. La actuación de Daft Punk reprodujo las atmósferas de cruce de su disco hasta tal extremo que bien podrían haberlo pinchado y ahorrarse así la presencia sobre el entarimado. Al fin y al cabo, si alguien se sube a un escenario es porque ofrece algo que merece ser contemplado añadiendo un plus de disfrute al hecho puramente musical. Daft Punk no deben de pensar eso, y su presencia escénica es tan inexistente que resultaba inadecuado dirigirles la mirada. Como el público tampoco estaba iluminado, la única opción razonable consistió en mirarse la punta del zapato o el cuerpo que justo al lado te propinaba caderazos.

Los extranjeros miraban la escena con los ojos dilatados hasta alcanzar el diámetro de un giradiscos. Lo que en sus países está prohibido resulta estar en España auspiciado por las instituciones públicas, que aceptando el carácter cultural del asunto omiten cualquier otra consideración. Ni tan siquiera la guardia urbana objetó nada a los propietarios de una furgoneta que con un equipo móvil de sonido convertía la acera en una discoteca abierta a los que no podían entrar en el pabellón. Sí, se podía pensar, por fortuna seguimos siendo diferentes.

La primera noche del Sónar también fue diferente a todas las de las tres ediciones precedentes, y la diferencia no la marcó tan sólo la por otra parte deseable masificación. Si el Sónar había sido hasta ahora un festival genuinamente catalán, cuidado hasta el detalle y pensado hasta la extenuación, el Pabellón de la Mar Bella se antojó un receptáculo desnudo y casual. La balconada que da al mar podía ser, tal y como dijo un madrileño, una terraza de la Castellana, y el interior del local parecía un recinto rockero en espera de una estrella, con sus miles de focos.

El acceso a la playa resultaba imposibilitado por varias barandillas y la potencia del equipo de sonido era insuficiente para llenar de vatios los oídos de tantos miles de personas. Así pues, sólo quedaba mirar, y antes de perder el tiempo mirando a dos anónimos programadores de trastos, resultó mucho más educativo mirar cómo 5.000 personas observaban algo que no merecería ser mirado.

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