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Maastricht en la hora de la izquierda

En el periodo de las ratificaciones del Tratado de Maastricht en los parlamentos nacionales tuvo lugar también un referéndum en Irlanda cuyo resultado tendría consecuencias para la particular definición de ciertas situaciones legales y constitucionales, entre ellas la indisolubilidad del matrimonio en aquel país, es decir, para la no admisión del divorcio. Un equipo de la televisión irlandesa tuvo a bien entrevistarme en Madrid, y respetuoso yo de las situaciones en país que no es el mío -y al que tengo en altísima estima-, las preguntas derivaron hacia el Tratado de Maastricht, hacia la unión económica y monetaria y sobre si no existía un desequilibrio -entre el proyecto político y el económico- más bien monetario. La periodísta que dirigía el interrogatorio parecía: a) desear la ratificación por su país, porque lo colocaría inevitablemente en un nivel en que la armonización de instituciones con la media europea se impondría; b) temer que el desarrollo político no fuese sincrónico al de la unión económica, y c) considerar que el banco central europeo del futuro, de 1999, no estuviese sometido a un control político directo y evidente.El deseo de Maastricht y los reparos al mismo y a sus consecuencias de falta de control económico expresaban, en la voz de la periodista, la ambivalencia esencial de un hombre o una mujer progresista respecto a Maastricht.

Acosado por su indagación, estuve a punto de decir que Maastricht me parecía una chapuza. Pero no lo hice, por dos razones: una instrumental y subsanable: no conocía la traducción exacta del término al inglés y, reflexionando, me pareció exagerado, injusto y simplificador. "Maastricht es un atajo", dije a los telespectadores irlandeses. Un atajo no preparado suficientemente. Levantaba el listón para obligar a saltar al caballo renuente; era una prueba a la altura de algunos, no de otros; se basaba en unos datos cifrados con cierta arbitrariedad; fijaba una cota señalada en base a lo que ocurría en un momento (19911992) sin corrección para lo que ocurriese después (1997-1998); cerraba un trato con muchas incógnitas. Hubo, en lo que ocurrió en la ciudad irlandesa, mucho voluntarismo y mucha imprecisión. Por tres razones inherentes al proceso:

1. Maastricht se basaba en lo que suelo denominar método o doctrina Monnet, del nombre del padre fundador más famoso. Según aquella generación de federalistas fundacionales, la conjunción en estructuras de integración de un sector económico conducía, llegado cierto momento, a la integración formal en la forma de una institución política que la corone y defina política e institucionalmente. Es lo que se denominaba el sistema de los engranajes. El objetivo psicológico era evitar el desgarro y el dramatismo del acto constituyente, el paso claro, formal, del acto fundacional jurídico: traspaso de soberanía mediante un acto formal de los parlamentos. Éstos lo ejercerían a posteriori mediante la ratificación del Tratado. Como decía el mismo Delors, el proceso de convergencia precede al acto político formal.

Consecuencias del método fueron: a) un éxito integrador notable; b) la creación de una clase de entendidos (los eurócratas) y el personal político con suficiente formación europeísta; e) el fin de las rivalidades tradicionales en Europa, y d) cierto carácter endogámico del proceso de integración y menor transparencia de sus decisiones de la que exige el ciudadano de democracias en sus propios procesos internos.

Maastricht fue un atajo porque, desde las transferencias o puestas en común de competencias por el Acta Única, el proceso había llegado al momento en que era preciso el acto constituyente explícito.

Maastricht exigía un proceso constituyente claro y un debate previo cristalino; sin embargo, por razones de coyuntura, de mentalidad, se produjo un sistema mixto: se negocia en el interior del círculo europeo, los parlamentarios nacionales levantan los ojos pero no hablan a tiempo -luego tendrán que reformar las constituciones- De ahí las reacciones y las turbulencias -debates, referendos- posteriores.

2. Maastricht fue una respuesta a una nueva situación internacional caracterizada por la desaparición de los bloques y la unificación alemana. Prólogo a una reestructuración del orden mundial, empezando por una Europa democrática ampliada a todos. En el momento, lo esencial era que Alemania no aflojase sus vínculos con la Comunidad -ahora Unión- y que encauzase su vigor hacia una verdadera unión política. El objetivo de Francia era ése, también el del Reino Unido, reservándose éste colocar un pie, o los dos, fuera cuando fuese preciso. El de todos. De manera que Alemania estaba en posición de imponer sus condiciones y su cultura económica a cambio de encabezar el proyecto político.

3. El tercer supuesto era de cultura política y económica. La cultura económica era la de la estabilidad dictada por el sistema alemán -el Bundesbank- y aceptada por los bancos centrales de los otros países, por los funcionarios de Bruselas y por la nueva clase política occidental inclinada a pensar: a) que el conocimiento económico del sector privado y de los bancos centrales es superior al de la Administración y al de los parlamentos; b) que cuanto menos Estado existe, es mejor; c) que la globalización económica impone el downsizing (la reducción de las empresas) y la liberalización del mercado de trabajo; d) que la corrección al sistema capitalista no es, como se suponía, positiva, sino que la medicina liberal no es homeopática: todo el frasco hasta el fondo, y e) que no cabe sino una sola política.

Estos supuestos ideológicos y estas impresiones se basaban en un hecho: la difuminación de la izquierda como poder en varios países, su dificultad para diseñar una estrategia que tomase en cuenta los datos (globalización, carácter difícilmente revisable de Maastricht) y contagio del personal socialdemócrata por los dogmas liberales (existencia de un único pensamiento correcto y una sola política posible).

La coyuntura económica ha producido un estancamiento del desempleo y el aumento, en zonas de cada país, de la marginación social. Los supuestos de Maastricht han entrado en fase de análisis crítico, si no de revisión. El juicio correcto respecto a ese acto exige explicarlo en su momento y circunstancias; no esencializarlo como se hace normalmente mediante la repetición de un nombre, convirtiendo el sonido en valor y el valor en criterio y medida de todo lo demás.

La evolución del mapa político en el Reino Unido, en Francia -la tendencia que puede correrse a otros países- plantea el tema de si una izquierda preponderante en las sociedades europeas y, por tanto, en los consejos europeos, debe hacer tabla rasa de lo previsto, produciendo una seria crisis en el proceso de integración, o si, por el contrario, debe aceptar el cumplimiento, tratando de convertirlo en más adecuado para satisfacer la voluntad de colmar el foso de la fractura social evidente en Europa.

En base a los datos presentes y evitando rupturas cuyo alcance -dado lo avanzado en el camino- sería incalculable, parece posible señalar ciertos correctivos que progresivamente cambiarían el efecto total de un Maastricht interpretado -hasta ahora exclusivamente- desde un enfoque radical liberal.

1. Corregir el desequilibrio democrático que significa la debilidad de control del banco central europeo (BCE), al que se le encomendarán políticas esenciales para el ciclo. El BCE debe ser clara y directamente responsable ante instancias políticas, ellas mismas controladas democráticamente.

2. Los criterios cuantitativos utilizados en el tratado -sobre todo los que se refieren al déficit y a la deuda- deben ser interpretados en relación con lo que la evolución de los datos indica. No es lo mismo un déficit del 3,3% del producto nacional bruto (PNB) cuando se ha descendido en dos años de un 6,7% que un 3% mantenido en tres o cuatro años. Esta interpretación es, me parece, compatible con el tratado, y, sobre todo, lo que no deja de tener importancia: con el sentido común.

3. Una política monetaria común exige una homogeneidad fiscal y políticas económicas comunes. Estamos ante la necesidad de avanzar en el terreno de la política económica general europea si no queremos que se produzcan crisis nacionales e inevitables salidas (opting outs).

4. Una moneda común exige acuerdos de estabilidad para el futuro. Ahora bien, fórmulas como las redactadas en Dublín con sanciones que alcanzan un porcentaje (hasta el 1% o el 1,5%) del PNB son increíbles, en el sentido de que nadie piensa que sean ejecutables. Medidas preventivas, quizá punitivas realizables o flexibilidad en los plazos de sanción son más razonables y, por tanto, más reales.

5. Mientras las instituciones (la reforma de la Conferencia Intergubernamental) no superen el estancamiento, el desequilibrio entre intregración monetaria y política seguirá descalificando la operación.

6. Mientras no se emprenda una acción decidida y creíble para reducir el paro, la Unión no tendrá popularidad.

Monnet decía que, si tuviese que comenzar de nuevo, su labor, en vez de comenzar por integrar el carbón y el acero, se centraría en la cultura. Ahora hay que centrarse en el empleo y en acabar con la marginación, verdaderos enemigos de la sociedad posindustrial. El pabellón -que es el de todos los que tenemos conciencia de lo que imponen los tiempos y el principal objetivo de muchos ciudadanos europeos- de la construcción europea no puede cubrir la mercancía de un liberalismo económico fundamentalista de consecuencias sociales casi darwinianas.

Fernando Morán es eurodiputado socialista.

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