Y ahora, ¿qué?
Ahora, cuando el voto negativo -esa práctica que rige el comportamiento electoral de este último cuarto de siglo- ha producido en Francia el quinto cambio de mayoría en 12 años y el sexto Gobierno en poco más de seis; ahora, cuando la composición del nuevo equipo gubernamental -una vez pagado el tributo de la victoria a comunistas, verdes, radicalsocialistas y chevenementistas- nos prueba que, como en todas partes, pero sobre todo en la España de José María Aznar, por encima de los partidos están los amigos y por encima de la calificación está la fidelidad; ahora, cuando a las mayorías electorales, incongruentes pero inevitables si se quiere ganar, tiene que suceder una mayoría programática coherente y operativa, sin la que es imposible gobernar; ahora estamos en la hora de la verdad.Pero esa coherencia programática puede ser explícita y resultar del triunfo de un solo partido -los socialistas en Portugal, Grecia y el Reino Unido- o de una coalición -socialistas y democristianos en Bélgica; socialistas y socialcristianos en Luxemburgo; socialistas y centristas en Finlandia, Suecia, Dinamarca e Italia; socialistas y liberales en los Países Bajos; socialistas y conservadores en Austria; democristianos y liberales en Alemania-, o implícita, como en Francia, donde la cohabitación entre la derecha que representa el presidente de la República y las diversas izquierdas que personifica el jefe de Gobierno pueden recomponer la ruptura electoral y mostrar, más allá de la lucha en las urnas, la convergencia que se deriva de un básico consenso político.
Estamos en la hora del qué. En los contenidos y en los modos. Cuando los socialistas nos han recordado éste fin de semana, desde Malmö, que mandan en 12 de los 15 países de la Unión o que el Partido de los Socialistas Europeos ocupa 214 escaños de los 626 del Parlamento Europeo y es su primera fuerza, se han olvidado de hablamos de cómo quieren conciliar sus dos grandes culturas de izquierda, la clásica, la que reivindica la acción del Estado, la de sensibilidad obrera y social, la de la identidad nacional y republicana y la que apela directamente a la sociedad civil, de corte libertario y espontaneísta, que vive en la cotidianidad alternativa y hace causa común con los ecologistas. Y a su vez, ¿cómo quieren esas dos grandes tradiciones -en muchos puntos antagónicas, y ahí está el siglo XX para probarlo- enfrentarse con el doble desafío que representan el desarrollo tecnológico y el mercado mundial? El primero nos permite producir cada día más bienes y servicios, con menos fuerza de trabajo, y el segundo hace posible producirlos en cualquier lugar del mundo, en condiciones económicas y sociales muy desiguales, y venderlos y consumirlos, casi sin cortapisas, en cualquier otro lugar del mundo. Frente a esta situación, la izquierda europea, como la derecha, no es que no tenga respuestas concordantes entre sí, es que no tiene respuesta alguna.
Hablar de la Europa social en bloque, como hace Jospin, o sacar a colación la tercera vía en términos genéricos, como hace Blair, no es de recibo. Ahora, la primera tarea (le los políticos es la de devolverle a la política su credibilidad. Es una cuestión de modos. Hay que hablar en lo concreto y cumplir lo que se dice. Puesto que tenemos una tan amplia mayoría socialista en la Europa comunitaria, ¿por qué no crear, en el primer pilar, un capítulo sobre esa dimensión capital de lo social que representan los temas de libertad, seguridad y justicia, que siguen recluidos en el tercer pilar? Ambas cosas pueden hacerse sin demasiado costo ni traumatimos. Sólo exigen voluntad política. Pero esa inclusión es de ahora, de esta semana, antes de que se clausure la Conferencia Intergubernamental. Después del 17, ya será tarde. ¿Por qué los socialistas europeos no han pedido en Malmö la prolongación de la conferencia durante unas semanas para asegurarse de que sus ambiciones sociales queden incorporadas a la revisión del tratado? El euro vendrá luego; ahora estamos aún en Maastricht. ¿O es que la política se va a quedar siempre en cháchara?
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