¿Se acuerdan de Orovio?
El debate sobre los límites de la autonomía universitaria está de actualidad. Un agitado ambiente de enfrentamiento entre los rectores y el poder político ha enmarcado el proceso de segregación de centros de la Universidad de Alicante para su integración en una nueva universidad. El predominio de intereses políticos sobre los académicos es la causa del revuelo.Hace poco, la no aceptación de parte de la propuesta del Consejo de Universidades para corregir los principales defectos de los planes de estudio incidió de nuevo en el ámbito de la libertad de enseñanza y autonomía en la organización del sistema universitario. Una propuesta mayoritaria del Pleno del Consejo, que combatía la fragmentación y el exceso de carga docente, ha sido devaluada por el poder político.
Y aquí surge la cuestión en su dimensión más general y, si se me permite, más histórica. ¿Hasta dónde alcanza la autonomía de las instituciones universitarias? En un documento de 1995 de política para el desarrollo de la educación superior, la Unesco destacó como condición sine qua non del normal funcionamiento de los centros de educación superior la defensa del principio de la libertad de enseñanza y la autonomía requerida para desempeñar sus funciones creadora, de reflexión y crítica en la sociedad. En contrapartida, la Universidad debe rendir cuentas a la sociedad sobre su calidad y producción científica y su atención a las demandas socio-culturales del entorno. Nada más alejado de la burda e insensible afirmación de que "quien paga manda". Su carácter independiente y una gran libertad intelectual deben garantizar la salud universitaria de un país y permitir los mejores frutos.
El pulso entre el poder político y la autonomía universitaria es un error con consecuencias sociales. Perjudica a la Universidad, pues no permite que se den las condiciones indóneas para que ésta sea, como decía Delors en Salamanca, el espacio de permanencia de la memoria y de la infatigable búsqueda de la verdad. Pero es más nefasto aún para el poder político: todos los precedentes están en su contra.
¿Se acuerdan de Orovio? Aquel ministro de Fomento, a través de las cuestiones universitarias de 1868 y 1875, simbolizó la intromisión del poder y el ataque reaccionario a la esencia del espíritu universitario: pensamiento basado en la emancipación intelectual, educación científica y austeridad ética encarnadas por Sanz del Río, Fernando Castro, Giner, Gumersindo, Azcárate... represaliados por no aceptar la exigencia de adhesión a la forma monárquica de gobierno, a la religión católica, a las reglas de "la sana moral" y atenerse obligatoriamente a programas y libros de texto.
El recuerdo de Orovio, debidamente actualizado, y la respuesta de tan ilustres profesores a su injerencia, debe llevarnos a valorar como un tesoro la autonomía de nuestras universidades. Autonomía no debe ser abandono por el poder político: nuestros datos de gastos en educación superior nos sitúan por debajo de la media de la OCIDE... peor aún, el gasto por alumno en España la sitúa en dicho ámbito en los últimos lugares. Autonomía es responsabilidad (el equilibrio entre ambas debe alcanzarse a través de procesos de evaluación de la calidad), compromiso social, renovación de sus estructuras organizativas para dar respuesta a las demandas de formación e investigación. Nunca debe utilizarse la autonomía ni la libertad de enseñanza para amparar la incompetencia ni la negligencia de sus docentes o gestores.
Desde una óptica progresista, el crecimiento y la calidad de la Universidad está vinculado a su independencia y su autonomía. Sólo gracias a ellas pueden avanzar el pensamiento y la creación científica. Éstos son inseparables de los valores de libertad, tolerancia, solidaridad y compromiso. Si el poder político no lo entiende, surge el conflicto: una lucha que a corto plazo puede ganar el poder político, pero que, a la larga, históricamente ha ganado siempre la Universidad.
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