Silencios
Schickel nos conduce (con pudor, sugiriendo más que diciendo) a una forma nueva de ver y entrar en el oscuro, en ocasiones abismal, cine de Clint Eastwood. El goteo, disperso en los 18 capítulos del libro, de sus observaciones sobre cómo se hicieron y qué resultó de su forma de hacerse Bird y Sin perdón son aportaciones magníficas para entrar, mediante un circunloquio que se convierte en atajo, en el calibre íntimo, lírico incluso, que el cineasta otorga a estas abruptas tragedias, a la manera que en Cazador blanco, corazón negro su parodia del esteta del fracaso John Huston, en el rodaje de La reina de África, se hace una cruel metáfora de sí mismo.La forma de rodar de Eastwood resulta tan chocante y anómala en Hollywood que es materia de chistes y burlas en los altos despachos de los ejecutivos de los estudios, que así se desquitan del rencor que les deja su seco y despreciativo lo tomas o lo dejas cuando les propone meter equipos, distribución o dinero en una película suya, por supuesto sin dejarles retocar una maldita coma del guión y ni un nombre en los créditos y el reparto.
Una calma irreal
Schickel habla de la irreal calma que reina en sus rodajes, tensos y apacibles como estancias de bibliotecas. Son los únicos en que es innecesario pronunciar el grito ritual de silencio, se rueda, pues la palabra más alta que se oye allí está dicha en susurro. "Aquí no usamos altavoces", dice una de las scripts de la Malpaso, fortaleza acorazada de la independencia de Eastwood.En la trastienda de sus rodajes, el silencio de Eastwood parece contagioso. El plató de una película suya es un recio patriarcado en el que nadie discute a nadie. Reina una especie de jerarquía natural, casi selvática. Sólo se actua si se tiene todo claro, y cuando la tarea es clara la voz sobra. El equipo Malpaso (ahora comienzan a entender en Hollywood el burlón sentido suicida del acoplamiento de estas dos palabras castellanas, que Eastwood eligió para dar nombre a su productora, que el llama familia) es una piña humana que se comunica con los ojos.Moviéndose entre su gente, con muchos desde hace décadas, el arisco cineasta se hace acogedor sin salir del silencio: está tan concentrado, antes de actuar, en envolverse con una, dice Schicke1, "distancia irónica" entre él y lo que él llama su cólera, que pierde la noción de alrededor. No sólo no esconde Eastwood su condición colérica, sino que la invoca y, cuando se siente poseido por ella, entra en campo y la cámara moldea el gesto (afilamiento de ojos y labios, roce de dientes) de contención de rabia de tal forma que parece arcilla psíquica.
Es ése el cultivo ambiental que Clint Eastwood necesita para interpretar y hacer interpretar. Mientras los creadores de luz ensombrecen la mirada de la lente y los actores reducen el tono de su declamación a un silabeo capturado como si fuera viento por un entramado de micrófonos ultrasensibles, el cineasta busca en los entrelineados del guión los mecanismos de la sublevación que quiere representar y que abren una herida que sólo se restaña filmándola.
Babelia
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