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Tribuna
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Lustros con lastre

Hace exactamente cinco años comenzó la que, con entusiasmo adolescente, muchos denominamos reunión política más importante de la historia. Una sencilla contabilidad permitía la óptima valoración. La presencia en Río de Janeiro de 172 gobiernos y 118 máximos representantes de los mismos, evidentemente, no contaba con precedentes comparables. Se trataba, además, de la Cumbre de la Tierra, con lo que directamente se aludía al hogar común y, también, a sus enfermedades físicas a las que se identificó, cuantificó y se intentó frenar con toneladas de buenos propósitos.Río 92 cosechó dos tratados internacionales: sobre el cambio climático y el de la diversidad vital. A su lado se creó un formidable instrumento programático, la Agenda 21, con cerca de 3.500 propuestas de acción para todos los sectores sociales.

Todo ello presidido por una misiva, denominada Carta de la Tierra, dirigida evidentemente a la sensibilidad de los humanos más que a la de sus gobiernos, que apenas la tienen. Y menos en materia ambiental Y menos el nuestro

La Cumbre paralela de varios centenares de ONGs mundiales, como no podía se r menos, apuntó mucho más alto.

Con ser imponente y bueno lo hasta aquí recordado, el resultado más claro y esperanzador de Río 92 fue la extraordinaria cobertura informativa que logró lo ecológico. Al menos durante ese año, cobró existencia real gracias a la multiplicación de su presencia en los medios de comunicación mundiales. Sirva de ejemplo que este diario incluyó 3.317 noticias relacionadas con nuestro entorno y su salud. ¡2.000 más que cuatro años antes! Todavía más importante fue que por primera vez se reconociera, aunque demasiado cínicamente por demasiados, que el consumismo es la primera enfermedad del planeta y que la naturaleza, sus componentes y procesos, tienen valor en sí mismos. Pero el vapuleo a Adam Smith, el ideólogo con más éxito en la historia de la humanidad, se ha quedado en testimonio hoy, y además evanescente.

De muy poco han valido, pues, los excelentes. trabajos e intenciones de aquella cumbre. Y contamos con más que suficiente distancia e infinitas oportunidades para haber al menos intentado cumplir mínimamente los compromisos aceptados en Río.

De momento sabemos que entre la correspondencia pendiente de casi todos está contestar a la famosa Carta. Ciertamente tiene bastante de innovador y eso siempre asusta. Recordemos que el precioso documento viene a sugerir algo parecido a una constitución mundial en la que los derechos humanos crecería con la sensata incorporación a los mismos de los debidos respetos a los procesos que permiten y defienden la vida en este planeta. Por otra parte, los objetivos marcados para evitar la desaparición de miles de especies, selvas enteras, las aguas limpias o para que los aires respiren algo más que humo, están aplazados, olvidados y casi siempre empeorados.

Hace unas semanas hubo una reunión recordatorio de los anhelos de Río. Se celebró allí mismo con la presencia de 500 delegados de todo el mundo. Destacó y mucho el neoecologista Gorbachov, muy verde con su actual opción verde, pues se descolgó con los clásicos tremendismos apocalípticos ya viejos cuando aún gobernaba en la Unión Soviética. Lo importante, en cualquier caso, es lo que está llegando. Porque entre el 23 y el 27 de este mes la Asamblea General de las Naciones Unidas va a abordar monográficamente la revisión de los logros de la Agenda 21. No está para demasiados propósitos la organización mundial y menos su programa ambiental, al que se le niegan presupuestos mínimamente dignos. Pero a ese evento hay que agarrarse como al famoso clavo. Volver a intentarlo es parte de nuestra coherencia. Aquí, en nuestro país, y acogidos por la fundación Entorno, acabamos de celebrar un debate a 30 bandas para que, al menos, se nos reanime a todos el espíritu optimista y constructivo del 92. Todos admitimos que estamos peor que antes y que aplazar es aliarse con la degradación. Pero también que, desde la más serena de las indignaciones, muchos seguiremos oponiendo todo nuestro empeño en derrotar a la nada que hace ya algún tiempo nos invadió.

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