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Mirando a Aznar

Recuperemos la inolvidable campaña electoral de las generales en febrero de 1996. Con diligencia profesional, Miguel Ángel Rodríguez, ataviado con traje de faena y chaleco del coronel Tapioca, disponía aquellas escenografías desmontables, que combinaban el blanco y el azul pálido con las gaviotas rojas del emblema del PP en vuelo regular. La megafonía in crescendo, compuesta según las pautas reiterativas del Bolero de Ravel, ambientaba la concentración hasta el momento en que pisaban las tablas los candidatos y se desbordaba el entusiasmo. Entonces, Rodríguez hacía el silencio porque quien controla la megafonía y la luminotecnia controla el acto. Se turnaban los teloneros locales caldeando a la militancia, que se sabía en vísperas.Aparecía por fin José María Aznar, cada vez más suelto de body, por decirlo con expresión de uno de sus periodistas incondicionales. Sus manos alzadas en saludo, su paso decidido, sus medidos ademanes hacia los compañeros de cartel, provocaban el estallido rítmico de la claque juvenil con camisetas y banderolas hasta que a un gesto del líder se ponían a la escucha.

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Entonces nos decían que los del PP no eran como los demás hombres. Que frente a la corrupción, honestidad; frente a los intereses partidistas, España; frente al despilfarro, austeridad; frente a la politiquería, vocación de servicio, y frente al socialismo anacrónico y la socialdemocracia eclipsada en toda Europa, la modernidad liberal con menos impuestos y más prestaciones sociales. Hace ahora 15 meses que los candidatos del PP, ebrios de Milton Friediman y sus Chicago boys, embravecidos por la caída del muro de Berlín, empachados de Fukuyarna, explicaban cómo la izquierda. iba quedando arrumbada por el viento de la historia en la playa de la insignificancia, en frase sustraída a Julio Cerón. Como en los pasatiempos infantiles, bastaba unir la línea de puntos para que apareciera el elefante. El truco estaba en la adecuada selección de las miguitas de pan, porque, de lo contrario, Pulgarcito podía perderse en el bosque y encontrarse con el corzo de Caperucita en los Picos de Europa, sección leonesa, mientras por radio campanario se escuchaba el rezo del Angelus.

Así que el jueves 1 de mayo los electores británicos, sor dos a las certeras advertencias que se les hicieron desde aquí, ciegos a tan abiertos peligros, embaucados por la prioridad de la alternancia, decidieron desalojar del Gobierno a los conservadores, que les habían proporcionado 17 años de prosperidad de la mano de Margarita Thatcher y sus continuadores, y entregaron temerarios las llaves de Downing Street al laborista Tony Blair. Qué ingratitud. Y el domingo 2 de junio los franceses se deshacían de la mayoría de derechas, reducían a la mitad su representación en la Asamblea Nacional, multiplicaban por cuatro los escaños del Partido Socialista y provocaban otra mudanza. Alain Juppé abandonaba el palacio de Matignon, tan ina decuado para una familia, y entregaba las llaves a su rival, Lionel Jospin.

Todo lo anterior agiganta los méritos de José María Aznar, hacia quien desde todas partes vuelven los ojos en medio de esta ola que nos invade. Menos mal que en el, búnker de Moncloa ya se habían tomado medidas. Episodios como el de la televisión con la proclamación del descodificador indígena, la declaración de interés general para el fútbol entregado al disfrute de los mediopensionistas y demás desfavorecidos, el nombramiento del nuevo fiscal jefe de la Audiencia Nacional por encima de Consejos corporativos o la valiente decisión de dar a los corzos su merecido medioambiental para evitarles la sama y la conjuntivitis vienen a demostrarlo. Véase, si no, cómo el pretraidor Perote se manifiesta muy agradecido a Álvarez Cascos y a la libertad de prensa le sale por elección internacional un vigilante tan esforzado como Pedro Zola. A ver qué dicen ahora los del monopolio.

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