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Sombras alargadas

Hace poco, TVE recuperó (de madrugada, para que la viesen cuatro gatos insomnes) una humilde película (costó un puñado de dólares en sentido literal: contó la chica que llevaba las cuentas que le cabían en una mano) llena de tan magníficas imperfecciones que todavía sus imágenes revientan en nuestros ojos burbujas de verdad, el milagro cinematográfico de la captura de la vida de manera tan veraz que lo que vemos en forma de ficción parece (y es) arrancado a mordiscos de la maldita realidad, esa cosa tan cercana y tan escurridiza, tan evidente y no obstante tan reacia a dejarse atrapar por la mirada de una cámara.Se titula Shadows o Sombras, y fue filmada con una camarita de 16 milímetros en las aceras de Manhattan, a salto de esquina y a lo largo de diez meses, , entre los años 1958 y 1959, hace ahora casi cuarenta, por un grupo de actores procedentes unos de la televisión pionera; otros, de los teatrillos de los barrios de ratas neoyorquinos (donde se instalaron muchos de ellos con sus bártulos a cuestas en garájes, bailongos y garitos abandonados), y unos y otros pobladores o vecinos del movimiento underground, un insolente cajón de sastre en el que pontificaba sus desbarajustes un greñudo lituano llamado Jonas Mekas, libertario con pinta de aficionado al suicidio lento, a lo beat.

Ahora, mientras se apaga la luz mortecina de neón de esta aventura, Sombras vuelve a asombrar, pues pervive intacta y traza caminos para que los transite el impulso realista que hoy resurge (a la cabeza del cine -digno de este nombre- europeo y americano independiente) gracias al desconcierto que invade la producción convencional de películas a este y al otro lado del Atlántico. A su director, John Cassavetes, que allí hizo su bautismo de celuloide, le mataron hace una década las toneladas de botellas de bourbon que abandonó, apuradas hasta la última gota, en los rincones para desperdicios de las aceras de su calle. Pero sobrevive en estas sus imperecederas, gloriosas sombras, que ahora empujan a gentes del cine a reinventar la pasión realista y a arrojar con ella la respuesta o el lapo que se merece el empacho de fingimientos de laboratorio con que nos salpican los estribones de un Hollywood cada día más ahogado en la liquidez de sus cuentas corrientes.

El cine europeo (con orgullo, escasez y empeño aliados) retorna paso a paso a las fuentes de la verdad (gran exilia da de los espectáculos tragaperras de la era audiovisual) en la pantalla; y Sombras, desde cuatro décadas atrás, empuja a Mike Leigh, Ken Loach, Gianni Amelio y los de su estirpe. Fue Cassavetes el primero que osó profetizar la agonía de Hollywood; y no se equivocó en aquel célebre manifiesto que (a la par que hacía Sombras y se rascaba de vez en cuando los bolsillos para encontrar entre la pelusa una moneda con la que pagarse otro trago) publicó en la revista Film Culture, enloquecida publicación auroral cuya existencia hoy no tendría precio, pues sería impagable. Y la carcajada con que entonces se replicó a su osadía desde la costa californiana de Estados Unidos ya no resuena, se hace (tal vez porque lo es) la sorda.

Oí decir a uno de los organizadores del festival de Valladolid que en la edición que preparan para el otoño que viene quieren reunir un manojo de películas indicadoras de este nuevo empuje del. realismo en el cine europeo. Buena tarea, si la consuman. Y mejor si la redondean sacando al aire algunas de las raíces soterradas de esta escaramuza de la imaginación, como es el zarandeo de inteligencia premonitoria que escapa del cobijo de estas Sombras, que si emergieron hace cuarenta años en forma de erupción de un islote solitario en las aceras de Manhattan, ahora es seguro que se han convertido en un pequeño archipiélago y hay otras sombras alargadas que acompañan a las de Cassavetes en el rescate del cine -no del negocio de hacer y vender películas fingidas, que es otro asunto: ocurre triunfalmente y al rato se abre al olvido sin dejar una huella en la memoria- de las manos de quienes lo envilecen.

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