Uno de los nuestros
Por tres y hasta por cuatro, cinco o seis veces, según se cuente, negó Álvarez Cascos a Amedo y Domínguez; no conozco a Amedo ni a Domínguez, dijo; y luego, tomando carrerilla, añadió: no me han llamado jamás Amedo y Domínguez, no he llamado jamás a Amedo y Domínguez, no me he encontrado casualmente jamás a Amedo y Domínguez, ni personal ni telefónicamente he tenido jamás el más mínimo contacto con Amedo y Domínguez, ni he nombrado a ningún intermediario ni he delegado en nadie ningún tipo de relación con Amedo y Domínguez. Con tanta negación y tantos jamases, parecía Cascos un san Pedro en su noche triste.Conocida es la capacidad de los políticos para borrar de la existencia los hechos enojosos. Pero debían tacharlos con menos ahínco, pues tres negaciones seguidas, como todo el mundo sabe desde el tropiezo del fiel Pedro, equivalen a una afirmación. Quien de verdad no ha hecho algo no lo niega con tanto énfasis, no vaya luego a darse de bruces con la burlona mirada de la criada y caérsele encima los palos del sombrajo. Algo de esto le ha ocurrido al vicepresidente del Gobierno, que, recobrada parcialmente la memoria, en lugar de derramar lágrimas de arrepentimiento invoca su agenda privada para negar al público información sobre lo tratado con los representantes de los dos famosos policías en el despacho de un director de periódico.
A la salvaguarda de la sacrosanta privacidad ha recurrido también, después de negar con idéntico énfasis haber amenazado jamás a nadie, el portavoz del Gobierno, Miguel Ángel Rodríguez. Eran, dice este good fellow, conversaciones privadas. Por supuesto, en privado y siempre que no procedan de un, marido celoso o de un miembro de la mafia -dos especies que no acostumbran a amenazar en vano-, las bravuconadas pierden virulencia y hasta pueden tomarse como rasgos del carácter: son cosas de Rodríguez, ya sabes cómo es, dirán los amigos a modo de disculpa. Pero resulta que las cosas de Rodríguez se convierten en cuestión de Estado desde el mismo momento en que el Gobierno de la nación y cada uno de sus ministros se cree en el deber de expresar públicamente su solidaridad con un secretario de Estado en apuros. Díjolo Rodríguez y punto redondo.
Y esto es lo que no acaba de entenderse del singular enredo en que se ha metido pasito a paso el Gobierno. Pues Cascos y Rodríguez podrán hablar y amenazar en privado, pero el Gobierno bien que se apresura a manifestarles su solidaridad en público. Y, entonces, una de dos: o lo hablado y lo amenazado no es mera cuestión privada, sino de general interés y, por tanto, de obligado conocimiento; o lo es, y en tal caso el Gobierno, al mostrar tan solícito su apoyo, se convierte en garante de las agendas y conversaciones particulares de estos dos personajes. Lo que Cascos haya hablado en un despacho, lo que Rodríguez haya amenazado desde un teléfono, si en verdad fuese un asunto privado, sólo a ellos atañería y no habría por qué mostrar tanta solidaridad pública. Si el Gobierno se la brinda es porque cree que cuando uno de los suyos actúa no rige para ellos el principio de separación de lo público y lo privado en que se asienta la sociedad liberal.
Hay ocasiones en que una frase esgrimida para salir de un mal paso alumbra como un fogonazo toda la escena política. Cuando Cascos y Rodríguez recurren a la privacidad para evitar los focos, lo que hacen es retirarse de la polis como vulgares mafiosos y esconderse de las miradas del público para ir a refugiarse en un garito de impunidad; pero lo mismo ocurre cuando los ministros del Gobierno, uno tras otro, avalan lo dicho y lo actuado por estos señores repitiendo el escalofriante argumento de Luis de Grandes, portavoz del PP en el Congreso: "Verdad contra verdad, estamos con la verdad de uno de los nuestros". Uno de los nuestros, good 'fellas'... ¿No hemos visto hace poco una película de Martin Scorsese con tan evocador título?
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