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Fantasmas en la 4

Ésta es la historia de Manuel, un conductor de metro de la línea Esperanza-Argüelles que un día alcanzó a ver por el rabillo del ojo a una chica con una falda de primavera de amplio vuelo y se enamoró. Era en la estación de Moncloa, donde a la caída de la tarde, por influencia del cercano parque del Oeste, se alcanza a filtrar una luz muy especial, decisiva en los amoríos y extravagancias tan frecuentes en esa zona de la ciudad.Hasta ese momento la vida de Manuel había sido todo lo previsible que puede llegar a ser la de un conductor de metro, no sé si se la figuran. Una larga oscuridad de ocho horas -por eso muchos de ellos duermen con la luz encendida-, punteada implacablemente por silenciosas estaciones iluminadas en las que siempre -siempre- se representa la misma obra de teatro y con el mismo argumento: gente esperando un tren. Es un argumento muy literario (y pictórico), que al principio ilusiona pero muy poco tiempo después inquieta, angustia por la enorme responsabilidad, y termina agotando. ¿No se han fijado ustedes en los conductores de metro? Por su mirada es fácil ver en qué fase están.

Cuando digo que Manuel se enamoró quiero decir que lo hizo completamente, de una forma irrevocable y para siempre, y si un representante del orden le hubiese preguntado después de ver la falda si estaba dispuesto a unirse a ella en la salud, la enfermedad y hasta la muerte, hubiese vacilado, porque ya desde ese instante la habría seguido más allá. Como se ve, uno de esos casos de antaño.

Además de los síntomas habituales -melancolía, insomnio, desgana, vocación de bondad, etcétera-, el hecho produjo en la vida de Manuel un cambio radical. Y es que la obra de teatro de la espera colectiva que se representaba en toda la cartelera cambió radicalmente: ya no era una obra de teatro moderna, con enjambres de extras representando el mismo rol metafísico para lucimiento del director, sino una obra de teatro romántica, en la que la heroína era buscada por el héroe en un escenario de desasosiego y revolución, con grandes masas huyendo de algo y queriendo subir al último medio de transporte que los podrá sacar de allí. Una impresión que se reforzó cuando los conductores de autobús se declararon en huelga y, en las horas punta, tropas de asalariados presas de agitación por no llegar a tiempo a fichar o a ver el partido tomaban los trenes casi al asalto.

Pues bien, sucedió que, en una de ésas, Manuel vio a la chica de la falda. Por culpa de la muchedumbre no podía verle las piernas y por tanto no podía garantizar que fuera ella, pero nada más verla supo que, más delgada, un poco pálida, ansiosa por la situación, no cabía la menor duda: era ella. Paró en seco para que una puerta le quedara a la chica justo enfrente y no tuviera que pegarse con nadie para subir, cerró las puertas sin compasión una vez hubo entrado para que sufriera las menos apreturas posibles, y sin mirar siquiera a la chusma de náufragos abandonados a su suerte que le gritaban desde el andén y le amenazaban con el puño, liberó el freno y puso en marcha el tren con un suave y elegante movimiento de la mano. Era feliz.

El problema se le apareció como un relámpago en la noche del tramo Diego de León-Lista (un tramo particularmente oscuro por cuanto se refleja el ambiente un tanto mortecino de aquellos barrios de posguerra). ¿Y si su amor, su gran amor, su único amor se bajaba en la siguiente estación y la perdía una vez más y ahora para siempre?

Es comprensible que, una vez llegados a Lista, Manuel se arrepintiera en el último segundo y continuara. ¿No hubiesen hecho ustedes lo mismo? ¿Y si se paraba y ella se bajaba y se perdía para siempre en la multitud?

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Lo terrible es que el mismo problema se repitió una vez más y otra en cada una de las estaciones que se sucedían, se enlazaban y se procreaban, y las mismas multitudes atónitas y furiosas por ese último tren que les pasaba por las narices, y ésa y no otra es la explicación del tren fantasma que cruza a toda velocidad por la línea 4 en noches sin luna y cuando ya ha cerrado el metro. No indaguen más: son ellos. Y no le pidan a Manuel que pare. Es inútil. Jamás lo hará.

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