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'Trickytraque'

En cañí preposmoderno, facción surrealista y librepensadora, habaneaba Miguel de Molina al cantar Don Triquitraque, copla centrada en celebrar no tanto la emotiva llegada de un respetable indiano a suelo patrio como la raridad de los objetos apiñados en sus maletas. Por lo del niño que llevamos dentro o por curiosidad que se nos sale, seguro que alguien hizo la pregunta castiza, "¿Qué me has traído?", aun temeroso de tener que tragarse una respuesta entonces típica: "Un sí señor y un mande usted". Así y todo, la osadía preguntona decrece cuando sabemos que "el personaje cantarín", que Miguel de Molina interpreta, es sobrino carnal del recién llegado. Y, sin embargo, no deja de sorprender que aquél, en lugar de cuidar del tío, que llega agonizante a causa de unas extrañas calenturas, se dedique a babear ante los muchos cachivaches que el indiano va sacando, con mano trémula, de su abultado equipaje.Después de todo, no es tanta la extrañeza que nos produce tal falta de piedad ("¡Que no se hubiera ido!") y aún menos el exceso de baba. Porque don Triquitraque, ahora al borde del lecho de muerte, trae cosas para dar y tomar. Para que aquí se sepa que tan largo viaje ha valido la pena: "Creo que viene forrado el tío". ¿Y qué trae? Un momento, viciosos. Traiga lo que traiga, sépase de antemano que en ultramar lo obtuvo con el sudor altivo de la frente. Ya; pero, exactamente, ¿cómo? Lo aclara el estribillo del sobrino, soplado por Retana: "Traca que traca, / traca que traca, / ¡rejuntando parneses / con su comercio de jipijapa!". (Qué buen título para todo lo nuestro, chaval: Comercio de jipijapa. Pese a ello, no nos pongamos románticos mientras va mayo y marcea y al ruedo nacional también le da, en puritito descabello, por temblar con pasión azteca).

Todavía tenemos que contemplar de cerca eso que se ha traído el indiano desde tan lejos y que los profesores llaman, para que no se asusten los muchachos, "una enumeración caótica": un paraguas (no podía faltar), pañuelos de seda fina, azúcar cande, canela, clavo, oro nativo, una cotorra de marcado acento, los colmillos de un elefante (se instalaría algún circo por Varadero), una mona rabona con su monito, coquito fresco y (¡agárrense las pestañas!) "un moro vivo". Aquéllos eran prohombres, y no los que regresan en el presente con camisetas serigrafiadas, ron matarratas y unas fotos que hay que esconder. Digan lo que digan, ya no hay color.

Sin pensar para nadá en eso, aunque no insensible al tesoro ultramarino de antaño, me dirigí la otra noche al barrio madrileño de Carabanchel, me orienté por el cementerio de San Isidro (que estará en fiestas) y, tras pasar el control estrecho de mesetarios mozos de escuadra, entré en la sala Aqualung para asistir al desconcierto de Tricky, ahora en gira promocional de su Pre-milenium tension.

Se le agradece a Tricky la penumbra ahumada del escenario, la constante y neta indefinición. Todo lo que se escucha no tiene dependencia de una imagen. Brota la imagen de lo que se escucha: el jadeo del viento, chasquidos, cuchicheos, la equivocidad suspirante del asmático, el ceceo de la batería, la transparencia andante de las voces, el campaneo sintético (que ralentiza lo restante), los cortes bruscos, la mansedumbre que encabrona por igual al narciso sin más y al histérico sin menos, la respiración propia y eso que llega de la conversación de al lado, eco antes que voz, y, en fin, la confusión, sofisticada y suavona, entre el triquitraque vocal, el instrumental y el ambiental.

¿Su público de aquí? Pues tirando a mestizo. Bailaba allí a su aire, sin acrobáticas antiguallas, dejándose llevar por ese ruido que se hace cuando se murmura que sería el más deseable para pasar juntos y bien un rato. "¡Hipnosis!", gritan los detractores en cuanto Tricky abre un baúl donde conviven new age, rock, rap y trip-hop sin naufragar en el eclecticismo. ¿Hipnosis? ¡A saber! De hecho, a mi lado, Lola, que andaba con un brazo medio roto, se quitó la escayola.

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