Estabilidad
Todos dicen quererla, pero la posición contraria es tan inaceptable -¿quién propugnaría la inestabilidad- que la primera, por sí sola, no quiere decir nada. No basta querer ni siquiera decir; es preciso hacer. Esto es, poner las condiciones que hacen posible la estabilidad.Las condiciones objetivas, las que debieran ser más difíciles porque penden de factores no siempre controlables, se dan ya en gran medida. La buena marcha de la economía y el clima de paz social son fundamentales para garantizar la estabilidad. Si en España galopara la inflación, nos paralizaran las huelgas, siguiese aumentando el paro y los pensionistas se vieran amenazados, la estabilidad política estaría en un brete. Felizmente, nada de eso -por cierto, tantas veces anunciado- ocurre y el equilibrio presupuestario, conseguido por ingresos procedentes de las privatizaciones, va a garantizar que no ocurra, cuando menos, en los dos próximos años. No sólo las fuerzas sociales, sino los políticos, los de hoy y los de ayer, tienen mucho que ver en ello y es bueno reconocerlo y agradecerlo. Pero ahora les corresponde, precisamente aprovechando los tiempos de calma, que nunca duran siempre, poner el resto de las condiciones, menos importantes, pero igualmente necesarias.
Algunas subjetivas fundamentales. Ya es raro que, en una sociedad tan dilatada, compleja y rica como es España, los problemas políticos consistan en el combate de boxeo de dos señores, contemplados por otros tres. Lo demás es el coro o tal vez la cuadrilla de ojeadores y porque España no es un coto es preciso dar más juego al pluralismo existente en la política y en la sociedad. Cuanto más plural sea el conflicto, será menos radical. Pero, yendo más a lo inmediato, España como cuestión no puede reducirse ni al derecho preconstituido e imprescriptible de los socialistas a tener razón, e imponerla no por vía de propuesta sino de sarcasmo, ni a la obsesión de los populares en descalificar, marginar, inculpar y hasta procesar, directa o indirectamente, da igual, a los socialistas. Quienes desde dentro o desde los influyentes márgenes empresariales o mediáticos incitan, sea por venganza sea por temor, a semejante estrategia de exterminio político, siembran inestabilidad y no cabe duda de que recogerán -o peor, recogeremos todos- sus frutos. Incluso los más amargos.
Y, en consecuencia, determinadas condiciones de la actividad. La creciente síntesis entre posiciones partidistas, de factores de opinión y grupos mediáticos, es fatal para la objetividad tanto de la política como de la información. Los políticos deberían aprovechar su posición para prestar un gran servicio a la libertad de expresión y de información: romper su dependencia mediática y, con ello, desactivar la radicalidad de muy concretos medios. Y eso compete a todos, pero especialmente al Gobierno por responsabilidad y capacidad.
De otra parte, determinados casos de manifiesta arbitrariedad judicial, como tales corregidos y corregibles por superiores instancias judiciales, no pueden ser capitalizados políticamente ni siquiera en apariencia. Por un gigantesco error -no del Gobierno de hoy sino del de ayer- se han judicializado demasiados problemas políticos de los que ya sólo hay salida por vía judicial. Y es preciso que esa salida sea rápida y sensata. Exigir y conseguir -desde la sociedad y las instituciones, judiciales y no judiciales, incluido ese defensor del orden jurídico que el Ministerio de Justicia debiera ser- rapidez y sensatez, frente a las anunciadas dilaciones o las soluciones tremendistas disfrazadas de objetividad y rigor, no es atentar contra la independencia judicial. Es saber que principio tan clave del Estado de Derecho sólo funciona al servicio del mismo. Y que el orden jurídico no es mecánico y ciego, algo que lo hará manipulable y defraudable, sino prudente por sabio. En consecuencia, tales principios no pueden ser utilizados para convertir el Estado en río revuelto donde los pescadores furtivos puedan hacer su Agosto.
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