El Mayo Florentino se abre con un polémico 'Parsifal' en el Bronx
Gran éxito de Waltraud Meyer y pitos a la dirección de escena
El único objeto de culto en Parsifal es la música, y, por eso, el auto sacramental que Ricardo Wagner sus herederos. impidieron hasta 1903 que se representara fuera de Bayreuth, para que no se desvirtuara, está hecho a prueba de manipulaciones escénicas. Las efectuadas por el director de teatro alemán Klaus Michael Grüber en la representación que, el pasado sábado, abrió la 60ª edición del Mayo Musical Florentino no son pocas, y el público las recibió con sonoras protestas. No obstante, este espectáculo emprenderá una gira europea.
Se trata, en efecto, de una coproducción con la Opera de Amsterdam, el Chatèlet de París y el Teatro de la Moneda de Bruselas. En el festival de Florencia, que figura junto a los de Bayreuth y Salzsburgo en el elenco de los más antiguos de Europa, precede a los bautizos musicales de dos figuras del cine, el inglés Jeremy Irons y el chino Zhang Yimou, el de La linterna roja, que, en las próximas semanas, dirigirán, respectivamente, en esta misma sede, el ballet Apolo y Dafne y la ópera Turandot.
No se sabe qué sorpresas preparan estos divos, pero el trabajo de Klaus Michael Grüber ha hecho ya que las críticas al desarrollo escénico se impongan sobre el conjunto de un Parsifal que tuvo otros aspectos muy positivamente memorables, como la extraordinaria interpretación de Waltraud Meyer y el sólido, trabajo de Semyon Bychkov al frente de la orquesta y los coros del Mayo.
De caballeros a mendigos
De la dirección de Grüber, con decorados Gilles Aillaud y vestuario de Moidele Bickle, irrita en principio que el bosque de Monsalvat parezca una instalación industrial perdida en algún rincón del Bronx y que los custodios del Grial resulten vagabundos muy actuales en lugar de caballeros de la Edad Media. La escena de la exaltación es magnífica, aunque su ambiente de última cena ligeramente galáctica evoque poco la catedral de Siena, que dicen que inspiró a Wagner. El duo entre el mago Klingsor y Kundry, su ambigua criatura, sigue las, pautas de la relación entre un rey contemporáneo del porno y su fulana preferida. El jardín encantado debe mucho más a Joan Miró que a la villa de Ravello, al sur de Nápoles, donde parece que Wagner concibió la escena. El ambiente de Viernes Santo es de heladería moderna.
Con estos recursos, Klaus Michael Grüber, director que tiene un respetabilísimo curriculo en grandes teatros europeos de prosa y de ópera, ha obviado el evidente problema que armaduras oxidadas y viejas tablas redondas plantean en la representación actual de una gastada historia caballeresca. Y hay que decir que lo ha logrado con dignidad estética y sin interferir radicalmente en el significado esencial de los textos. Como, además, su dirección de los escasísimos movimientos es acertada y contribuye al ambiente hipnótico que predomina en la obra, no parece que, pese a las protestas del público, Grüber sea responsable de que el Parsifal florentino tenga alguna carencia.
La crónica de insatisfacciones debería estar más bien encabezada por Poul Elming, tenor de buena línea de canto pero voz a todas luces insuficiente y no especialmente bien timbrada para interpretar un personaje que, sin embargo, ha encarnado incluso en Bayreuth, el sagrario bávaro de las esencias wagnerianas, lo que demuestra hasta qué punto escasean los representantes dignos de su cuerda.
También le falta amplitud a Bern WeilkI como Amfortas. El veterano John Tomlinson hizo, en cambio, un Gurnemanz inolvidable, de primerísima categoría. La voz de este bajo inglés se mantiene bella a través de los años, y su fraseo es de lo mejor que se ha oído en varias décadas.
Capítulo aparte merece Waltraud Meyer, la primera soprano y mezzo-soprano wagneriana del momento. Su Kundry es bellísima tanto por la expresión vocal, de potencia y calor asombrosos, como por su actuación escénica. Las carencias del tenor Elming quedan más en evidencia al lado de una gran figura como ésta.
Semyon Bychkov sacó del excelente conjunto del Mayo toda la profundidad gótica del primer acto, la gracia y la pasión del segundo, y la poesía impresionista del tercero, que podían echarse de menos en la escena. El director musical de la Orquesta de París merece, por ello, el crédito de haber hecho de este Parsifal un acontecimiento, si bien polémico, aunque en cuatro horas y media netas de música es claro que pueden surgir divergencias.
Babelia
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