Un hombre con una brida en la mano
En invierno se ponía un chaleco de pana verde sobre el jersey, pero casi nunca chaqueta. Llevaba siempre, en el interior incluso, una pequeña boina negra, discretamente calada sobre los ojos, a modo de visera. Era pequeño y fornido, como su yegua de tiro, una bestia llamada Biche.Biche era inmortal, porque cuando una yegua ya no servía para el trabajo compraba otra más joven y volvía a llamarla Biche. Una vez me acercó la brida a la cara. ¿Sabes lo que significa esto?, me preguntó sin levantar la voz. Sí, contesté yo, se han llevado a la yegua. Quince años trabajando juntos, quince; se dice pronto, afirmó.
Todavía tenía la brida en el aire, a la altura de la cara. Fue la única vez que le vi un gesto dramático. El cuero tenía una pátina blanquecina por la sal del sudor y la saliva del animal. Todo tiene su fin, añadió antes de colgar la brida en un gancho de madera detrás de la puerta del establo.
Cuando fui a París el mes pasado, metí una foto suya en la bolsa. Para que no se doblara, la puse entre las páginas de una revista en las que había un artículo sobre las sociedades posindustriales.
En la foto estamos Théophile y yo, uno frente al otro, mirándonos, en la cocina de su casa; una cocina desnuda y alicatada como las lecherías. ¿Significa hoy algo esta comparación? ¿Quién ha visto una lechería?
Es invierno, tiene la boina puesta y está sirviendo una copita de aguardiente. Agarra la botella con la mano derecha, y el tapón entre el índice y el pulgar de la izquierda.
Fue tomada hace muchos años, más de 15: todavía no me habían salido canas. Me llevé la foto a París por una especie de superstición. No; me llevé la foto como una especie de oración. Una oración por su liberación. Pero Théophile pasó seis semanas en la UVI antes de que le dejaran morir. A estas alturas desconfío de la mayoría de los médicos porque ya no les importa la gente.
La iglesia estaba llena, no quedaba un solo asiento libre. El sufrimiento innecesario, prolongado, de Théophile había convertido su muerte en una herida desgarrada. Para todos. No se veía una sonrisa entre las 300 personas allí congregadas. Ni siquiera al darse la mano. Se merecía algo mejor, susurraban.
Nos hemos reunido aquí, dijo el cura a los asistentes puestos en pie, para despedirlo en su último viaje. Nada se pierde en esta vida, continuó el cura cuando encendieron las velas sobre el ataúd.
Y de pronto recordé. En aquella época, Théophile y Jeanne tenían una docena de vacas lecheras. De una raza que se llama abondance. Durante los seis meses de invierno, los animales no salen del establo. Una vez a la semana, Théophile las cepillaba y, si era necesario, les recortaba las colas. La crin la guardaba para rellenar colchones.
No tenían ordeñadora, así que ordeñaban a mano. Jeanne era más rápida. Mi trabajo consistía en barrer el establo todas las noches y poner de beber a la yegua -cuando bebía, se oía caer el agua por el gaznate del animal, como la del caño en el abrevadero-, regar la carretilla después de vaciar el estiércol e ir a buscar los sacos de pienso cuando se acababa.
Estaba almacenado en el granero: una casita de madera separada del edificio principal, de modo que en caso de incendio se pudiera salvar su contenido. Antes, todas las alquerías del valle tenían granero. Eran construcciones sólidas como un galeón, y sus pesadas puertas eran tan bajas que uno se tenía que agachar para pasar por ellas.
El interior del granero de Théophile era como su alma: un almacén repleto y ordenado de paciencia, energía y astucia. Cogía el saco, me lo echaba al hombro y me encorvaba para poder salir. Tras lo cual, cerraba la puerta con el pie y bajaba los escalones cubiertos de hielo. Una vez dejé la puerta abierta, y Théophile me recitó severamente la lista de todos los posibles enemigos: el zorro, el gato montés, la comadre . a, el oso, el topo, el cuervo, los perros, el ratón de campo, incluso el búho. Dejar la puerta abierta era invitar a cualquiera de ellos a que entraran y destrozaran toda la riqueza que se guardaba en su interior.
Vaciaba los sacos en un cofre de madera que estaba arrimado a uno de los muros del establo. Théophile o Jeanne sacaban una paletada de pienso y lo echaban en el pesebre para entretener a las vacas mientras las ordeñaban. Recuerdo que la tapa era muy gruesa y caía pesadamente. No había enemigo que pudiera colarse. Théophile había hecho el cofre con sus propias manos.
Los jóvenes, afirmaba Théophile, ya no se arriesgan, no tienen sentido del patrimonio. Con esto quería indicar que sabía que sus hijos no cultivarían la tierra que él había heredado y trabajado.
Antes de vaciar los sacos tenía que desatarlos. Eran de papel grueso y venían cerrados con un cordel blanco cosido. Hacía falta un cuchillo para cortarlo. Sobre el cofre había una repisa, y en ella una linterna, por si se iba la luz, y una navaja.
No se podía cortar el cordel por cualquier sitio. Había que darle un tajo en un lugar preciso y luego tirar; entonces salía entero solo. Si cortabas por cualquier otro lugar, tenías que bregar deshaciendo los nudos, cortando el papel. Pero si dabas con el sitio, tirar del cordel era una delicia similar a la de hacer girar una peonza. Salía con tal suavidad que parecía un arrullo.
A veces, a la luz mortecina del establo, encontraba el sitio justo, y a veces no. Théophile me lo enseñó en muchas ocasiones. No decía nada. Se limitaba a cortar y tirar del cordel ante mis ojos. Una demostración muda.
Nada se pierde en esta vida, dijo el cura.Bajo la repisa en la que se dejaban la linterna y la navaja, habían clavado una punta inmensa. En ella colgaban los cordeles que quitaban de los sacos. Así sabían adónde ir cuando necesitaban uno. Nada se perdía, todo. se aprovechaba. Un cordel, por ejemplo, para atar la cola de las vacas a una de sus patas, de forma que no te diera en los ojos mientras la ordeñabas. Un cordel, por ejemplo, para sujetar una enredadera.
Traducción de Pilar Vázquez.
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