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Reportaje:PLAZA MENOR - SAN NICOLÁS

La ciudad invisible

Espejismo y sombra de lo que fue, antiguo enclave donde toda especulación tuvo su asiento, este rincón del Madrid árabe y medieval encierra más historia en su recinto que algunas modernas repúblicas. La "antiquísima y mezquina parroquia de San Nicolás" (así la apostrofa el implacable Mesonero) se asoma a las crónicas en el año 304, aunque sin duda bajo otra advocación, pues aquel año el santo patrón del templo, san Nicolás el Magno, obispo de Mira, aún andaba entre los vivos haciendo méritos y dando ejemplo de virtudes. Valga pues lo de antiquísimo, aunque en lo de la mezquindad este cronista no dude en enmendarle la plana a su admirado maestro y tocayo. Nada tiene de mezquino, por ejemplo, el espléndido aunque tímido minarete mudéjar que campea sobre la iglesia y que hasta hace poco estuvo oculto bajo una impía capa de cemento. A este cronista, después de mucho leer a sus más fantasiosos predecesores y doctos colegas, le ha pasado lo que le acaeció a Quijano con los libros de caballerías y en su desatino se muestra dispuesto a entrar en esas enjundiosas polémicas que tanto gustan a los eruditos aficionados. ¿Escribió realmente "mezquina" don Ramón de Mesonero? ¿No será mezquita? Por un quítame -allá un par de consonantes, las crónicas madrileñas están repletas de lucubraciones tan inútiles y traídas por los pelos como ésta.La plaza de San Nicolás y su vecina la del Biombo, con la que se comunica a través de un breve pasadizo, forman un conjunto inseparable, heteróclito y un punto esotérico. Por aquí cerca, en terrenos eclesiásticos, de San Nicolás o del desaparecido convento de las monjas de Constantinopla, reposaron los huesos de Juan de Herrera, el arquitecto de El Escorial y del puente de Segovia, el creador de la bóveda plana que gozó de merecida fama de alquimista y nigromante. En la sacramental de San Nicolás tuvo su primera y efímera sepultura don Pedro' Calderón de

la Barca, vecino de la calle Mayor, y en su pila bautismal tomó las aguas el gallardo poeta don Alonso de Ercilla. Recinto de conventos, cuarteles y palacios que deshizo a su antojo José Bonaparte, el Rey -Plazuelas le llamaron los madrileños, por sus pujos de urbanista partidario de duras intervenciones, sobre todo en perjuicio de fundaciones eclesiásticas. Pero las demoliciones . bonapartistas quedaron en juego de niños comparadas con algunas intervenciones posteriores. Los viejos edificios del barrio se batieron en retirada en la plaza del Biombo y en las calles adyacentes. Tómense como tristísimo ejemplo los destrozos de la cercana calle de la Cruzada, donde apenas resiste el noble caserón donde viviera el romántico vate y pragmático ciudadano don Gaspar Núñez de Arce.

Como es habitual, hay dos teorías sobre el origen del nombre de la plaza del Biombo. La más extendida afirma que se llamó así por el paredón que formaba por su parte posterior el convento de las monjas de Constantinopla. Hoy

ese biombo se forma con la impersonal medianería del edificio que da a la calle de Juan de Herrera; una fuente moderna con varios caños de agua no potable constituye su único ornato. La segunda y más imaginativa opción afirma que la denominación proviene del quebrado espinazo que formaban las antiguas callejuelas que rodeaban a la muralla árabe con sus almenas. En estas calles se urdieron las intrigas palaciegas de los príncipes de Éboli, las conjuras y maniobras del secretario real Antonio Pérez, acusado del asesinato de Escobedo, secretario también de Felipe 11, que murió a la salida de un aristocrático garito de juego ubicado en una casa de los Herrera muy próxima al palacio de la princesa.

Es difícil describir en dónde reside el encanto de esta plazoleta, teóricamente peatonal. Sus credenciales más nobles están sin duda en el pasaje de San Nicolás, aunque tampoco desmerecen las decimonónicas fachadas de la calle de Calderón de la Barca, que cierra uno de los lados de la plaza. El resto de los edificios son modernos e impersonales, viviendas de protección oficial, el ladrillo visto y las alturas discretas suavizan algo los contrastes. En la reducida cuadrícula conviven, sin embargo, tres restaurantes: El Jardín, familiar y económico; La Tacita de Plata, taberna andaluza con acogedora terraza, y el Rasputín, un nombre sospechoso para un restaurante, por muy ruso que sea.

Definir los límites de la contigua plaza de San Nicolás es misión imposible, pues se trata, a juzgar por la variada rotulación, de una plaza fragmentada que aparece y desaparece en cada esquina. En la de Juan de Herrera, la librería Berceo, libros antiguos, raros y de ocasión, le recuerda al cronista unos versos de Martínez Sarrión sobre el nebuloso encanto de conspirar en las librerías de viejo. Mario Fernández, el librero conspirador, espía los siempre sospechosos movimientos de las excavadoras y las hormigoneras y vela por la permanencia de las venerables piedras ante la invasión del asfalto y el cemento.

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