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La Gran Vía no tiene vecinos

De los 78 números de Gran Vía, solo uno tiene uso residencial. El resto de bloques llevan años dedicados a la actividad hotelera, también al alquiler turístico, que asfixia a quienes mantienen su residencia en la calle más transitada de la capital

Antonio Muñoz, portero de una de las fincas, en la terraza donde tiene su piso desde hace 22 años.
Antonio Muñoz, portero de una de las fincas, en la terraza donde tiene su piso desde hace 22 años.David Expósito

Lo observa, detrás de un cristal casi opaco, con un ojo enfermo, y, antes de que se cierre la puerta del portal Juan Antonio sabe que ese tampoco será un vecino. “¿Ves por qué te digo que no me gusta mi calle? Este francés, por ejemplo, ¿quién es?”, se pregunta. “¿A dónde irá?, ¿al abogado?, ¿al psicólogo?, ¿al prostíbulo del último piso o a echarse una siesta en el Airbnb?”, incide. El hombre, de 78 años, se expresa en la penumbra del hall de entrada a su bloque, en la acera de los impares de la calle Gran Vía, cerca del final en Plaza España. Junto a su mujer, Valeria Sánchez, de su misma edad, Juan Antonio pasa lista a la retahíla de turistas que entran y salen del edificio, a los que ya ni saludan, mientras intentan entender algo de lo que dicen. “Como ves, esto ya no está pensado para vivir”, afirman.

Según un recuento elaborado por EL PAÍS a pie de calle, portal por portal, en la principal arteria de Madrid —donde diariamente pasan de media unas 140.000 personas— de los 78 bloques que componen la calle, solo en 18 sigue habiendo algún propietario que se mantiene como residente fijo. Si se excluye el número 68, donde en 2019 se completó la remodelación del edificio para convertirlo exclusivamente en viviendas de lujo —48 en total— en el resto de la calle solo quedan unos 60 vecinos que vivan de forma permanente. Lo demás, hoteles —hay 26 en toda la calle—, hostales —más de 20―, oficinas y, sobre todo, pisos de alquiler turístico que son imposibles de cuantificar. Los datos aportados por el Ayuntamiento de Madrid hablan, sin embargo, de 577 empadronados —223 extranjeros—, una cifra que podría incluir también a alquilados o madrileños que conservan ahí su padrón mientras viven en otro domicilio.

Valeria y Juan Antonio se mudaron en 2016 al epicentro de Madrid. Tras completar su etapa laboral, decidieron remodelar su propia oficina donde ambos habían trabajado en un gabinete pericial. Un inmueble de más de 150 metros cuadrados que habilitaron como vivienda cuando todavía pensaban que la Gran Vía podría ser su barrio. Desde el umbral de la calle, el matrimonio observa con inquietud a un hombre que rebaña las bolsas de comida que los empleados del Rodilla, contiguo a su portal, depositan en los cubos de la acera. “Es un contraste impactante. Encima de nosotros las habitaciones cuestan 200 euros la noche y aquí esto. Es una calle sin sello propio, sin identidad, sin ideología, sin personalidad”, apunta la mujer. Durante esa mañana, los dos acudieron a la oficina del Ayuntamiento en la calle Atocha para poner una denuncia precisamente por la basura acumulada en la vía. “Háganlo si quieren. No es la primera ni la última”, les dijo el funcionario.


Varios turistas alemanes cenan en un apartamento turístico de la Gran Vía.
Varios turistas alemanes cenan en un apartamento turístico de la Gran Vía. David Expósito

La pareja intenta no dejarse llevar por el discurso nostálgico y manido tan recurrente entre aquellos que resisten. “Yo reconozco que, a diferencia de Antonio, sí me gusta la Gran Vía”, reconoce Valeria cuando su marido se aleja unos metros. “Aunque la odio al mismo tiempo”, añade la mujer, que acude hasta el mercado de Santa María de la Cabeza —a cinco kilómetros— para hacer la compra, según ella por la falta de comercio de proximidad “y de calidad” a su alrededor. “La Gran Vía tiene sus cosas buenas: parece que eres el centro del universo todo el tiempo. En cambio, existen muchos inconvenientes, como que solo podamos ventilar nuestra casa por la parte de atrás, la que da a la calle Isabel la Católica. El viento ahí es mucho más sano”, añade Antonio. “Uno cuando viene a vivir asume que es un lugar ruidoso y agitado. De lo que hay que avisar ahora, además, es que el ruido de la calle, después de haber abierto las puertas de los edificios de par en par a los turistas, se traslada al interior de las viviendas. Fiestas, suciedad en los rellanos… Quien no pertenece a un lugar no lo cuida igual. Y aquí nadie es de aquí”, se queja Valeria mientras su marido avisa agitado desde el ascensor como si hubiera descubierto algún secreto, señalando los botones de los pisos 7, 8, 9 y 10, completamente desgastados. “¡Ahí!. Ahí es donde hacen el negocio. ¡Ahí están Los pisos turísticos!”, implora. “Somos un bloque con viviendas, no una comunidad de vecinos. Para ser una comunidad necesitas saber quién vive enfrente o al lado. Yo no tengo ni idea de quienes son los demás, ni ellos de quién soy yo. En el fondo soy un extraño igual que ellos.”, finaliza.

El número 68 podría decirse que es la excepción que confirma la regla. Coronado con uno de los cuatro Ave Fénix que hay en Madrid, se construyó entre 1944 y 1947 por el arquitecto José María Díaz Plaja. Fue uno de los últimos tramos en edificarse en la Gran Vía y tiene 608 metros cuadrados de parcela con 11 pisos en total. En su día estuvo ocupado por oficinas, hasta que el grupo de inversión estadounidense Oaktree se hizo con el inmueble e inició un proyecto residencial de vivienda de lujo. En el año 2017 se comenzó a vender la primera promoción. Según el catastro, los pisos tienen desde los 66 metros cuadrados hasta los 310, con un valor que oscilaba entre los 500.000 euros hasta los 2,7 millones.

“En la primera hornada de compradores hubo bastantes particulares, pero sobre todo agencias que buscaban una inversión”, dice la vecina Ángeles M., de 48 años, que adquirió una vivienda en el bloque junto a su pareja, con quien regresó de una etapa en California en 2019, cuando se permitió entrar a vivir. “Desde el primer momento nos dimos cuenta de que aquello no iba a ser lo que habíamos imaginado. El impacto de los pisos turísticos, que estaban por todo el edificio, era muy grande. Era un perfil de gente joven con mucho dinero que nos destrozaban la propiedad. Si empezábamos así, estaba claro que esto iba a acabar siendo un hotel sin ley”, recuerda.

Fue entonces cuando el grueso de los vecinos propietarios y residentes habituales, durante una junta de la comunidad, votó a favor de prohibir los pisos turísticos y se inició un proceso judicial que les fue favorable. En estos momentos, la entrada al bloque no se realiza con llave, sino a través de un control digital de acceso con la huella dactilar para evitar que nadie que no aparezca en el “registro legal” pueda acceder a las instalaciones. Además, cuentan con un portero 24 horas que sirve de segundo muro de contención, así como varios carteles por el soportal titulados Prohibición alquiler turístico. “Hemos evitado el ir y venir de gente, aunque aún resisten algunos descarados que alegan haber llegado antes que los nuevos estatutos. Los inquilinos de los pisos que quedan en alquiler deben demostrar que su estancia será mínimamente duradera y que se comprometen a cumplir con las normas. Nosotros lo que queremos es una comunidad de vecinos. Aunque estés en el lugar más turístico de Madrid, queremos conocer a la gente con la que vivimos”, añade Ángeles.


Antonio Muñoz, portero de una de las fincas, en la terraza donde tiene su piso desde hace 22 años.
Antonio Muñoz, portero de una de las fincas, en la terraza donde tiene su piso desde hace 22 años. David Expósito

Antonio Muñoz es un hombre contra la nostalgia. A sus 59 años, se trata de uno de los veteranos entre la veintena de porteros que se mantienen vivos en sus garitas, quienes a día de hoy son en muchos casos el único inquilino de sus respectivos edificios. “Ya no nos llama nadie de madrugada, es lo bueno”, ironiza. Muñoz, un hombre alegre, vivaz y recién perfumado después de la siesta, lleva toda la vida escuchando los ecos del Bar Museo Chicote, que tiene al otro lado de la pared. Se niega a contar algún chascarrillo mientras anda por el edificio como recogiendo recuerdos a la par que limpia con diligencia el polvo que dejan los obreros que salen de alguna reforma. “Todo esto son pedazos de mi vida. Cosas que ya no tengo”, dice al finalizar la típica anécdota de cómo llegó en 1970 a Madrid con cinco años, al igual que tantos otros españoles de provincias.

Hace unos meses la empresa para la que trabaja le avisó de que iba a respetar su contrato, pero que cuando se jubile, no será reemplazado. Varios operarios de limpieza se encargarán del mantenimiento, mientras que el pequeño piso del ático en el que Muñoz vive —ahora solo, en su día con su ex mujer y sus dos hijos— será reformado, realquilado o directamente vendido. “Lo que más vértigo me da es el día que baje definitivamente, ponga un pie en la calle, y después de 30 años no conozca a nadie”, se lamenta. Su melancolía la interrumpe una mujer filipina que lleva un niño enganchado a la pierna.

—Do you speak English?—, le pregunta ella.

Antonio mueve la cabeza en señal de duda al tiempo que dice “Yes”. La mujer quiere saber si hay algún hostal barato y le enseña el móvil con el nombre de los de la cuarta y la sexta planta. Muñoz, sin perder la compostura, señala al niño con el dedo y le indica que en su edificio los hostales son “solo para adultos”. “Esto va a ser una calle de color rosa fucsia como las luces de neón, poblada por personas que no saben ni dónde están”, vaticina.


Agustín, vecino de la Gran Vía, realiza unos ejercicios de bikram yoga en la terraza de su edificio.
Agustín, vecino de la Gran Vía, realiza unos ejercicios de bikram yoga en la terraza de su edificio. David Expósito

A casi 60 metros de altura respecto al común de los mortales de la Gran Vía, hay un hombre de no más de 1,55 de estatura, que mira al resto como si él no perteneciera a ese mundo. Agustín Vázquez, de 75 años, improvisa una sesión de bikram yoga sobre la azotea del Palacio de la Prensa. Él, que manda más que nadie en su edificio, es el único que tiene llave para abrir, como dice, “las puertas del cielo”. Bajo sus pies está su casa, en la que lleva más de 20 años. “La Gran Vía empezó su declive en los 90, con la llegada de los grandes almacenes, el cierre de teatros, cines y tiendas pequeñas. Después llegan los hoteles, que empiezan a expulsar a los vecinos. Ahora no hace falta comprar un bloque entero y abrir tu negocio, basta ir picando de aquí y de allá en los huecos libres y montar tus apartamentos turísticos”, cuenta. “Ha dejado de tener personalidad. Cuando prostituyes algo que es de todos, de todos los que eran de aquí, lo conviertes en un elemento común, sin más, sin identidad. Las capitales son todas, en el fondo, la misma ciudad”, concluye al bajar la pierna del muro, antes de observar a sus vecinos, cuatro alemanes degustando la cena en un balconcito del Gran View Apartment, en el número 48.

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