Evolución de un gran compositor
La presencia de Krzysztof Penderecki en Madrid supone un acontecimiento, a pesar de que el gran compositor polaco ha estado otras veces en España y sus obras figuran entre las más conocidas aquí de la un día denominada vanguardia europea.Sumó a ella Penderecki un dato entonces inédito: la aceptación de su mensaje por el gran público con obras como La Pasión según San Lucas (1966) o el Stabat Mater (1963) coronadas, más tarde, por el Réquiem polaco (1984) que obtuvo un singular triunfo en el Festival de Santander (1988). Los encarnizados o disimulados conservaduristas pudieron echar las campanas al vuelo. Ellos tenían razón y la prueba es que, cuando un autor contemporáneo presentaba obras que se comunicaban inmediatamente con la audiencia, tenían poco que decir y mucho que aplaudir.
Orquesta Nacional de España
Director: K. Penderecki. Solista:R. Golani, viola. Obras de Mendelssohn y Penderecki. Auditorio Nacional, Madrid, 25 de abril.
De tan engañosa manipulación no era culpable Penderecki y esas gentes, dijeran lo que dijesen, aceptaron de muy regular gana la espléndida ópera Los demonios de Loudoun (1969), representada en la Zarzuela en 1976, el mismo año que Halffter dirigió la Primera Sinfonía (1973). Por la otra parte hubo también excesos y no faltaron vanguardistas que a la vista del éxito casi masivo de Penderecki se apresta ron a negarle el pan y la sal. Como si producir impacto en el oyente constituyera algo pecaminoso en un compositor.
No está de más recordar todo esto cuando ya se ha convertido en anécdota. Penderecki está situado en la historia musical de la segunda mitad de siglo en un lugar irremplazable. Desde hace años, el autor de los Iroshima (1960) simultanea la composición con la dirección y junto a sus obras cultiva el gran repertorio, sea el Réquiem de Verdi, sea la Italiana, de Mendelssohn, con la que el viernes inició su actuación al frente de la ONE. Su versión resultó sumaria, convencional y monócroma. Extrañaba un poco constatar cómo un defensor de los valores sustantivos del color en música no extraía de los pentagramas mendelssohnianos su característico juego de' tonos suaves, contrastados y significativos.
Todo fue excelente cuando Penderecki dirigió su música: él Concierto para viola, de 1983, tocado con virtuosismo, nobleza y pasión por la excepcional israelita Rivka Golani, y la Tercera Sinfonía (Adagio). Este movimiento posee refinada belleza, pero relativo impulso renovador. Es cierto que, como él mismo afirma: "Pienso en el público, pero no sólo para que me aplauda", y es no menos verdad que la mano de obra y el juego de timbres entendido como valor artístico otorgan a la obra un atractlvo diferente a la espectacularidad de creaciones anteriores.
Todo compositor tiene derecho a evolucionar, en cualquier sentido, más aún si en el fondo reconocemos una continuidad hija de la propia personalidad. El Penderecki del Adagio, incluso el del Concierto para viola, queda distante del autor de Los diablos de Loudoun o el Dies Irae (1967) y se aparta del de fluorescencias, integradoras de sonidos y ruidos.
Sonidos menos rebeldes
No olvidemos que desde hace muchos años, Penderecki defiende la imposibilidad de separarse de la historia a la hora de hacer algo nuevo sin recurrir a las conquistas de periodos anteriores. Con todo, debemos conceder a la sorpresa de la innovación el valor real que posee y, también, aceptar que no sólo mudan los medios, sino algo más fundamental: el pensamiento y la sustancia musical determinantes de esos medios.
No es raro, pues, que este Penderecki suene más acomodado y menos rebelde que el de antaño. La fuerza del grito y la investigación tímbrica, sin desaparecer, han dado paso a una complacencia eclecticista y lírica. Sería demasiado hablar de neorromanticismo, pero puede parecer que los vientos van en esa dirección. Las versiones logradas por Penderecki de la Nacional fueron, como es lógico, verídicas, afectivas y en cuanto a color, todavía fluorescentes. Largos aplausos acogieron su presencia y su actuación.
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