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El Mariscal Fujimori

Me sorprendieron y me dejaron pensativo las imágenes del presidente Fujimori en camisa blanca, con chaleco antibalas negro y botas negras, agitando en la mano derecha un micrófono mientras arengaba a sus soldados. Era, sin la menor duda, un Comandante en Jefe victorioso, uno más en la ya larga lista de gobernantes militares o militarizados de América Latina. Era el más militar de los políticos civiles de su país, así como era el más civil de los militares que lo habían rodeado después del asalto tan bien preparado y ejecutado.Tuve la impresión en algún momento de que el micrófono que agitaba en el aire era un bastón de mando, un bastón de Mariscal. El Mariscal hablaba y se movía por el campo de batalla, entre los, escombros, con nerviosismo, con agilidad, con evidente euforia. Las actitudes de los soldados eran enormemente expresivas: signos de victoria, aplausos, puños en alto, muestras repetidas de adhesión incondicional. Otros, en el grisáceo mundo civil y político, podían expresar reservas, dudas, aprobaciones matizadas. Ellos, a pesar de que había muchos cadáveres en el interior de la mansión japonesa, vibraban y celebraban. No era para menos. Acababan de participar en una operación arriesgadísima y habían salvado la vida y conseguido plenamente su objetivo. En el breve espacio de 20 minutos se habían convertido en héroes militares. Además, todo el mundo, en el sentido más literal del término, había presenciado la hazaña y los contemplaba, embobado, situación nunca conocida en épocas anteriores.

Entretanto, Alberto Fujimori, con ese micrófono que utilizaba a la manera de un bastón emblemático, recorría la escena envuelto en el aura, en la magia, en la luz de eso que llaman "buena estrella" y que ha acompañado a los generales triunfantes de todos los tiempos. Era un pequeño Napoleón Bonaparte, un pequeño Alejandro, y había sabido, como Alejandro, cortar un nudo gordiano en el momento justo, sin la vacilación más mínima, con la astucia y la audacia indispensables.

El caso ha sido único, de radicalidad profunda, de resonancia internacional. En ese aspecto no podemos equivocarnos. Fujimori comprendió de inmediato la magnitud del asunto, lo vio como una extraordinaria oportunidad política. Comprender las posibilidades, la riqueza virtual, como se diría hoy, de una circunstancia determinada, es parte esencial de las condiciones de un estadista. Alberto Fujimori, Mariscal en la coyuntura, actuó con decisión y con visible talento. El Perú de después de la toma por asalto de la embajada japonesa no será nunca el mismo que el de antes. Esto influirá de alguna manera en el cuadro latinoamericano de hoy. Hemos asistido a un episodio histórico decisivo, comparable al golpe de Estado de 1964 en el Brasil, al 11 de septiembre chileno, al regreso de Perón a Buenos Aires. Hay que conocer el pasado del ejército peruano, las características del militarismo en el Perú. En el lenguaje cifrado, la operación se conoció como "Chavín de Huancay". Reconocí de inmediato un estilo nacionalista, alusivo a la época precolombina, que era propio de la llamada "Revolución Militar" de fines de la década de los sesenta. En esos años trabajaba como consejero de la embajada chilena en Lima y me tocaba manejar coordenadas de esa naturaleza. Ahora, me dije, por fin, los sector es militaristas peruanos han encontrado al cabecilla civil que les hacía falta. Los ciclos de la historia se repiten, pero con formas diferentes, inesperadas. Mi conclusión, al menos por ahora, no es optimista. El terrorismo, forma prolongada y retardada de la ola revolucionaria de los años sesenta, fortalece el militarismo nefasto de nuestras sociedades. El presidente Fujimori ha demostrado que tiene tendencias fascistoides, y esos puños en alto, esos gritos de sus fuerzas especiales, no presagiaban nada bueno para la democracia en América Latina. Por el contrario, eran indicativos de una posible regresión, de una persistencia de fuerzas oscuras. He encontrado en estas últimas horas a mucha gente entusiasmada con el episodio, pero no he compartido ese entusiasmo. Las lágrimas del arzobispo de Ayacucho reflejaban un quiebre psicológico, un cansancio agudo, pero había en ellas una calidad moral, una sensibilidad, que nos hace mucha falta. Existen, desde siempre, desde los tiempos de Francisco Pizarro y de Bartolomé de Las Casas, personalidades contrapuestas, antípodas, el lado bárbaro de la civilización latinoamericana y el lado compasivo, generoso, de profunda tradición humanista. Siempre parece que se va a imponer el primero, siempre es más visible y bullicioso, pero nunca falta, por suerte para todos nosotros, el segundo, el de las lágrimas solidarias.

El problema esencial de América Latina no consiste en superar complejos arraigados y demostrar que somos capaces de tener éxitos resonantes en las guerras internas, en el deporte, en la política, en la economía o la macroeconomía. Los éxitos de toda especie nos permiten adquirir confianza y no son desdeñables. Pero lo esencial es poder construir una convivencia civilizada, una sociedad libre y moderna, una economía a escala humana, algo que podríamos definir como una cultura. De lo contrario, nos vamos a pasar entre golpes internos y contragolpes. El terrorismo trajo entre nosotros el antiterrorismo. La cacareada Revolución trajo la nefasta contrarrevolución. Algunos celebran el asalto de Lima, como celebraban con champaña el golpe de Estado de Pinochet en 1973, pero la verdad es que no veo motivos de celebración.

En el Perú, para desgracia de todos, el terrorismo revolucionario de los años setenta y ochenta ha tenido ramificaciones tardías, despiadadas, aberrantes desde el punto de vista de la ideología y de la ética. En todo esto, el resentimiento de los intelectuales mediocres ha desempeñado un papel no desdeñable. Las imágenes violentas que hemos visto en estos días, así como las reacciones jubilosas de la calle, son consecuencias directas de este pasado reciente. Esto no significa, sin embargo, que debamos acoger todos estos fenómenos, sin crítica, sin examen, sin una reflexión necesaria.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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