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La emergente Europa social y el asilo

y J. JOSÉ RODRÍGUEZ UGARTEHay más de dieciocho millones de trabajadores de la Unión Europea (UE) que están en paro, el 10,8% de su población activa. Es tan grave la situación, y desborda tanto a los Gobiernos estatales, que el cierre de la fábrica Renault en Vilvorde (Bélgica) ha desencadenado las primeras eurohuelgas y euromanifestaciones multinacionales. El 28 de mayo habrá manifestaciones sindicales en toda Europa -también en las principales ciudades de España- pra reivindicar una Europa social. Será a un mes de la reunión de la cumbre de la UE para concluir la Conferencia Intergubernamental (CIG) de reforma del Tratado de Maastricht. Se pretende presionar para que este tratado incorpore objetivos de protección social.

Si nos remontamos años atrás, comprobaremos que la UE ha puesto en práctica políticas de solidaridad con las regiones desfavorecidas (fondos estructurales), que han impulsado su nivel de renta, pero ha caminado fatigosamente en el diálogo social, que sigue anclado en el ámbito de los Estados. Entre 1968 y 1996 sólo se han aprobado una treintena de directivas -poco ambiciosas- sobre derechos sociales (una de las últimas, la de los comités de empresa europeos, de 1996, incumplida impunemente por Renault).

Parece claro que en Europa la apuesta por lo comercial y lo monetario -cuya trascendencia positiva no negamos- requiere un equilibrio con lo socioeconómico. Eso requiere voluntad política de los Gobiernos, y desgraciadamente no se ve que la sensibilidad de éstos vaya más allá de lo retórico.

Un caso paradigmático es el Gobierno español, del que ni una sola idea ha salido a favor de la Europa social, pero que ha situado como elemento central de su posición ante la reforma de Maastricht la propuesta de un seco recorte en el derecho de asilo, uno de los derechos humanos emblemáticos, protector de quienes son perseguidos por motivos políticos, religiosos, étnicos, de nacionalidad o de pertenencia a un grupo social determinado y, por ello, pieza básica de una Europa que quiera ser social. Por iniciativa del Gobierno español, a causa de la tramitación de solicitudes de asilo de dos etarras en Bélgica -que no fueron concedidas-, el Consejo Europeo de Dublín (diciembre 1996) instó a la CIG "a enmendar los tratados para establecer claramente como principio que ningún ciudadano de un Estado miembro de la Unión pueda solicitar asilo en otro Estado miembro". Esta misma semana se ha conocido un nuevo texto del Gobierno español que matiza lo anterior con una fórmula rocambolesca y casi ininteligible que no soluciona el problema de fondo. Y este problema es que la propuesta vulnera el Convenio de Ginebra y la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 (artículo 14), que obligan a un examen individual de toda petición de asilo. Tales tratados, por cierto, han impedido e impiden dar asilo a un acusado de terrorismo.

La propuesta española se basa en que los Estados miembros son democráticos, y en que entre ellos es inútil el asilo porque sus nacionales gozan de una ciudadanía europea. Ambos argumentos son poco convincentes. Respecto al primero, no se puede negar la eventualidad de que cualquier país de la Unión (o candidato a serlo) evolucione hacia una situación en que el respeto de los derechos humanos deje mucho que desear. Pero nos interesa reflexionar sobre todo sobre el segundo argumento, según el cual la ciudadanía europea haría innecesario el asilo en la Unión.

No hace falta insistir mucho en que con la ausencia de una Europa social no existe tal pretendida ciudadanía. A este respecto, resulta muy esclarecedor el Informe del Comité de Sabios por una Europa de los derechos cívicos y sociales cuando afirma: "En este momento, la ciudadanía de la Unión, definida en los artículos 8 y 8E del Tratado, carece de sustancia". La llamada ciudadanía europea, desde Maastricht, permite el voto y la elegibilidad de extranjeros comunitarios en elecciones municipales y al Parlamento Europeo, pero poco más (programas educativos, movilidad de estudiantes, cooperación entre universidad y empresa y otras cuestiones simbólicas).

Como dijimos antes, en la UE hay una ausencia manifiesta de política en materia de derechos cívicos y sociales, que es el nervio sobre el que descansa una ciudadanía moderna que merezca ese nombre. Por eso es tan importante que el Tratado de Maastricht incorpore la Carta Social Europea de 1961, así como las cuatro exigencias que ha planteado la Conferencia de Madrid por una Europa de los Derechos Cívicos y Sociales (Madrid, 27-28 de febrero de 1997): inserción en el Tratado de la Unión Europea de un nuevo título sobre el empleo, conectado con la Unión Económica y Monetaria; incorporación de un Comité de Empleo, de rango equivalente al Comité de Política Económica y Monetaria; constitución de un fondo de inversión destinado al fomento y creación de empleo, y armonización de los contratos de trabajo atípicos. Es urgente esa regulación para prevenir reestructuraciones en sectores sensibles, porque la ausencia de autoridad de las instituciones europeas en esas materias es notoria, como se ha constatado en el caso del cierre de Renault, aunque sendos jueces de Bélgica y Francia lo hayan paralizado, lo que abre una cierta luz en el camino de la Europa social.

Si todas estas insuficiencias son negativas para los nacionales de los países de la Unión, afectan aún más discriminatoriamente a los inmigrantes de países extracomunitarios, a los que debería extenderse una ciudadanía europea que rompiese con la vieja identificación entre ciudadanía y nacionalidad. Pero no parece que vayan por ahí los vientos dominantes (véanselos acuerdos de Schengen). El resultado ha sido animar a las corrientes más reaccionarias y racistas (Le Pen) a lanzar una durísima diatribaantieuropea, antieuropeísmo compartido paradójicamente por algunos sectores de extrema izquierda.

El vacío en lo social y propuestas de supresión o limitación de derechos cívicos (como el asilo) contribuyen a deslegitimar el proyecto europeo ante la opinión pública de la Unión. Esta opinión se pregunta si se está erosionando el modelo de sociedad europea de bienestar, si se está degradando nuestra cultura democrática, cuya lógica inexcusable descansa en que, a pesar de la ceguera del mercado, son las personas lo que más cuenta.

Sabemos que sólo los grandes movimientos sociales han sido capaces, en el contexto de importantes crisis, de avances progresistas. Lo novedoso de hoy es que eso adquiere una dimensión supranacional. Están emergiendo, en efecto, voces cada vez más nítidas sobre la necesidad de que el Tratado de la Unión configure una verdadera estrategia social para Europa que empiece por hacer del empleo el componente básico de la misma. Aquí estará el elemento clave del futuro para hacer de Europa lo que aún no ha llegado a ser: un proyecto común.

Diego López Garrido es secretario general de Nueva Izquierda y vicepresidente de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR). J. José Rodríguez Ugarte es secretario general adjunto de CEAR.

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