Chinos derechos
ES UNA evidencia que China será una superpotencia en el próximo siglo. La cuarta parte de la población mundial vive en aquel inmenso Estado y su potencial humano y económico hace prever que China se dispone a desempeñar un papel activo y destacado en el mundo. Con la certeza de que así será, ha crecido en los últimos años la confianza de Pekín en su propia fuerza. Nada que objetar a que así sea. Contra lo que sí se deben tener objeciones -y muchas- es contra el hecho de que esta autoafirmación se manifieste también en forma de amenazas y atropellos diplomáticos que empiezan a proliferar. Por desgracia, también son frecuentes los casos en que alcanza los objetivos apetecidos.Esta semana, Pekín ha logrado impedir que la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas debatiera en Ginebra la situación en China. Con amenazas expresas y encubiertas, con promesas de que se dispone a firmar varios acuerdos en materia de derechos humanos -en particular sociales-, ha logrado que muchas democracias occidentales, encabezadas por Alemania o Francia, negaran su apoyo al intento de Dinamarca y Holanda de criticar la situación de los derechos civiles en aquel país. Que la Unión Europea no logre una posición unificada frente a China pone de relieve los límites de la voluntad de llegar a una política exterior común. Y al socaire de la ruptura del consenso europeo, España -que no es miembro pleno de esta comisión- se alineó con la posición que pretende dar un margen de confianza a los nuevos dirigentes chinos.
La campaña diplomática de Pekín y el miedo a perjuicios en las relaciones comerciales han sido más fuertes que los principios morales y políticos. Más fácil les resultó a muchos Estados democráticos votar una resolución contra la violación de los derechos humanos en Timor, Nigeria o Cuba. España ha estrenado nueva posición ante la comisión de Ginebra al copatrocinar una resolución contra el régimen castrista, en el mismo sentido que la defendida en la Asamblea General de las Naciones Unidas en noviembre pasado.
Que desde esta Comisión de las Naciones Unidas se pueda optar con tanta facilidad por una u otra vara de medir indica que algo falla en el sistema. Todos estos países merecen sin duda críticas por la violación de los derechos de sus ciudadanos. Pero las democracias harían bien en- hacer saber a Pekín que las relaciones comerciales bilaterales son beneficiosas para ambas partes. También entre socios comerciales debe existir confianza, y ni la forma criminal de tratar a la disidencia política en el interior de China ni las presiones con que intenta acallar Pekín las críticas externas al respecto tienden a fomentarla. China debería entender que probablemente le costaría menos esfuerzo humanizar sus leyes que mantener una cruzada permanente contra unas denuncias hoy plenamente justificadas.
Mientras tanto, las democracias occidentales no pueden amilanarse ante las reacciones chinas a la crítica por la falta de respeto a los derechos humanos en aquel gran país. Pekín ha protestado -con un aviso en el mismo sentido a Francia y a EE UU- por la visita del Dalai Lama a dos comunidades autónomas españolas, Cataluña y el País Vasco. Significativamente, ningún miembro del Gobierno de España ha recibido al líder espiritual tibetano, un dirigente que defiende la independencia para el Tíbet, pero a la vez promulga con constancia un pacifismo digno de elogio. Más allá de que no quiera frustrar posibles visitas entre Madrid y Pekín, el Gobierno debería indicar claramente que España no se deja dictar la lista de invitados.
Estos gestos chinos no añaden confianza, sino todo lo contrario, ante lo que puede ocurrir en Hong Kong cuando la colonia británica revierta en julio a la soberanía china. Las medidas anticipadas que está tomando Pekín no c onstituyen ningún buen augurio.
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