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Caso único

Las sentencias del Tribunal Supremo que ordenan la desclasificación de los papeles del Cesid establecen en su fundamentación jurídica tales cautelas y matices que van a hacer muy difícil la revisión judicial de decisiones del Gobierno sobre el mantenimiento de los secretos de Estado en otros supuestos. La causa hay que buscarla, sin duda, en el debate interno de la sala -profundo y riguroso en términos jurídicos-, que deja traslucir el hilo argumental de las sentencias, muy alejado, por fortuna, de los contenidos de la campaña maximalista previa sostenida desde algunos medios.Lo más relevante de esa fundamentación -prescindiendo ahora del fallo- es la determinación de los límites y condiciones en que es posible el enjuiciamiento de ese tipo de decisiones del Gobierno. A este respecto, el Tribunal Supremo ha hecho un ejercicio de equilibrio y de prudencia del que resulta no poco reforzado el valor constitucional de la seguridad del Estado y confirmada la responsabilidad que para su defensa corresponde al Gobierno, en el marco del sistema de 'división de poderes que la Constitución dispone.

Toda la primera parte de esa fundamentación está dirigida a razonar que la decisión de clasificar o desclasificar documentos cubiertos por el secreto oficial es una decisión que corresponde al Gobierno y a ningún otro órgano, puesto que es una decisión propiamente política integrada en el ámbito de la potestad de dirección política que la Constitución le atribuye. Recogiendo su propia doctrina y la del Tribunal Constitucional (y haciendo oídos sordos a quienes se apresuraron a certificar la muerte de esta categoría jurídica), la sala viene a reconocer que está ante un acto político o de gobierno y que ese tipo de actos, en nuestro derecho, están "en principio inmunes al control jurisdiccional de legalidad, aunque no a otros controles" (los parlamentarios, por ejemplo). Frente a esta afirmación de principio no cabe oponer siempre el derecho a la tutela judicial efectiva, pues este derecho no siempre es prevalente. Por el contrario, es posible que deba ceder en algunos casos ante otros principios e intereses públicos. Las propias sentencias recuerdan "la necesidad de preservar la existencia misma del Estado, en cuanto presupuesto lógico del Estado de derecho".

En consecuencia, el derecho a la tutela judicial de derechos e intereses legítimos sólo Puede llevar a postergar el valor de la seguridad del Estado y la inicial imposibilidad de enjuiciar los actos políticos en ciertos supuestos. Supuestos que las sentencias no definen con precisión, puesto que -y éste es un pasaje de su texto que debe ser subrayado- deben determinarse acudiendo a "la sensibilidad jurídica casuística propia del ejercicio de la función judicial para alcanzar un pronunciamiento individualizado que dé solución satisfactoria" al conflicto concreto que haya que resolver.

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Dicho lo cual y evitando dar pie al puro decisionismo, el Tribunal Supremo apunta un criterio a seguir para determinar cuándo estamos ante uno de estos supuestos. Es el criterio del bien jurídico que se pretende proteger a través del ejercicio del derecho instrumental de la tutela judicial efectiva. Cuando ese bien jurídico sea de la máxima relevancia, como es el derecho a la vida, es posible someter a revisión judicial aquellas decisiones del Gobierno. No parece que deba ser así en otros casos. Es decir, lo que prevalece sobre responsabilidad política del Gobierno y -en palabras de la propia sentencia- "abre una brecha" en el normal funcionamiento de la división de poderes no es en sí el derecho instrumental a la tutela judicial efectiva (en tal caso, el equilibrio de poderes podría reducirse a la entelequia), sino la protección del derecho fundamental sustantivo a la vida, quizá también la de otros derechos de la máxima relevancia. Brecha limitada, que no permite poner en cuestión los fundamentos de nuestro sistema constitucional desplazando hacia los jueces con normalidad la adopción de decisiones de claro contenido político. En consecuencia, la revisión judicial de la decisión gubernativa de clasificar o desclasificar secretos de Estado sólo puede ejercerse en casos excepcionales.

A partir de esa premisa, la sala indaga con qué instrumentos jurídicos puede ejercer su control de legalidad, y a tal efecto considera que el concepto de 11 seguridad del Estado" es un concepto judicialmente asequible (parece que se ha querido huir conscientemente de la polémica expresión "concepto jurídico indeterminado") lo que quiere decir que el propio Tribunal está capacitado para enjuiciar hasta qué punto el Gobierno acertó o no al fundar en la seguridad del Estado su decisión. Es en este punto donde el razonamiento de las sentencias presenta su flanco más débil pues la argumentación de por qué los papeles que se ordenan desclasificar no afectan o afectan escasamente a la seguridad del Estado es menos concluyente.

Pero aquí entra en juego la singularidad del caso de los papeles del Cesid. No es lo mismo afirmar que no perjudican (o perjudican poco) la seguridad del Estado unos documentos que ya son conocidos y a los que se ha dado todas las vueltas, que documentos o informaciones efectivamente secretos. Más aún, no siempre será posible acceder a supuestas informaciones o documentos que no se conocen, puesto que impropias sentencias afirman que si el Gobierno dice que unos documentos no existen y no hay ninguna prueba en contrario, se presume que el Gobierno dice la verdad. Por último, en relación con algunos papeles desclasificados se afirma que su significado exacto no se puede comprender sin referencia a otros documentos (o fragmentos) no desclasificados. Pero esta constatación o elimina el valor probatorio de esos papeles o podría llevar a una desclasificación en cadena de documentos conexos, con consecuencias imprevisibles en muchos casos y, por ende, difícil de acordar por el Tribunal Supremo.

En cualquier caso, las sentencias hacen honor a la Sala Tercera del alto tribunal -a los magistrados que se alinean con la mayoría y a los que firman fundados votos particulares-, que, a mi juicio, ha sabido salir airosa del envite.

Pero también demuestra que el sistema ordinario de control de los secretos de Estado no puede ser éste, pues, según la doctrina de las propias sentencias, la revisión judicial hubiera sido imposible o ineficaz de no darse las circunstancias del malhadado caso de los papeles del Cesid u otras parecidas.

Es más, las mismas sentencias ratifican que la ausencia de un control judicial ordinario -fuera, pues, de los casos excepcionales- de este tipo de decisiones de Gobierno no tiene por qué ser contraria a la Constitución, pues tampoco el derecho a la tutela judicial es absoluto. Conclusión importante, que una vez más testimonia que el derecho no es dogma, sino razón.

Miguel Sánchez Morón es catedrático de Derecho Administrativo y abogado.

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