Palabra del Supremo
LAS SENTENCIAS de la Sala Tercera del Tribunal Supremo sobre los papeles del Cesid establecen que el derecho constitucional a la tutela judicial prevalece sobre el criterio de seguridad del Estado. En virtud de ello ordenan al Gobierno desclasificar 13 de los documentos pedidos por tres jueces para incorporarlos a otros tantos sumarios. Ese derecho ha sido invocado por los abogados de las familias de Lasa, Zabala y Lucía Urigoitia para esclarecer los hechos que culminaron en la muerte de estas tres personas.La argumentación de las sentencias del Supremo, así como la justificación de los votos particulares, demuestra que se trataba de un asunto complejo y no de algo evidente, como pretendían maniqueos de uno u otro signo. Por una parte, la ley de secretos oficiales -de 1968- admite que sólo el Gobierno es competente para clasificar y desclasificar secretos, lo cual es en principio lógico, dada la evidente dimensión política de la decisión. Pero, por otra, esa exclusividad podría ser utilizada para amparar la impunidad de los gobernantes, que serían jueces de sus propios actos. El problema es que para saber si tal cosa ocurre hay que levantar previamente el secreto y verificar si en realidad afectan a la seguridad del Estado o a otros valores que justificarían su clasificación.
En otros países existen normas destinadas a resolver esa contradicción -en el fondo, entre el poder ejecutivo y el judicial- de la manera más equilibrada posible, pero no de momento en España, donde sólo hay un anteproyecto. La idea de que bastaría la petición de un juez instructor para que el Gobierno se viera obligado a levantar el secreto es absurda. La solución de que lo decida el Tribunal Supremo es más racional, pero persiste la duda de si el poder Judicial es competente -en el doble sentido de la palabra- para decidir qué afecta y qué no a la seguridad del Estado. Puede que haya casos en que sea evidente, pero en muchos otros habrá dudas, sobre todo si se refieren a ese mundo por naturaleza oscuro de los servicios secretos. Afirmar que una cosa es la seguridad del Estado y otra la de sus servidores es una banalidad: en muchos casos será difícilmente separable lo uno de lo otro.
El debate doctrinal sobre estas cuestiones -ámbito de los actos políticos y control jurisdiccional de los mismos- es anterior al asunto de los papeles del Cesid y seguirá tras estas sentencias. Pero el tribunal se ha pronunciado sobre el caso y sólo cabe acatar la sentencia. El Gobierno deberá desclasificar los papeles, por más que algunos de los motivos aducidos en su día para no hacerlo no hayan encontrado respuesta en el pronunciamiento del tribunal.
No fue Belloch, como fingen ahora creer algunos, sino el ministro de Defensa, Eduardo Serra, quien en el Parlamento invocó poderosas razones para no desclasificar los papeles solicitados por Garzón, Gómez de Liaño y Rodríguez. Serra aludió al peligroso precedente que sentaría la desclasificación en al menos tres aspectos.
Primero, para la continuidad del Estado: si cada Gobierno desclasifica lo declarado secreto por el anterior se crearía una dinámica perniciosa; esta objeción ha quedado en parte desactivada porque la desclasificación no la efectúa el Gobierno por propia voluntad, sino atendiendo una orden judicial. Segundo, para la eficacia de los servicios: si "los agentes supieran que el resultado de su trabajo pudiera llegar a conocimiento público", la eficacia de unos servicios destinados a "proteger la seguridad colectiva se vería profundamente disminuida" en materias como terrorismo e involución; esta objeción de fondo sólo es respondida en un aspecto tangencial (la confidencialidad de los documentos facilitados por los servicios de otros países). Tercero, en este caso concreto se trata de materiales robados y luego publicados, por lo que "su desclasificación equivaldría a otorgar de facto la potestad para desclasificar a cualquier agente que cogiera los documentos" para su "posterior publicación". Tampoco a esto hay una respuesta clara.
En estos argumentos prima lo político sobre lo jurídico. Pero también en la decisión clasificatoria, y ése era precisamente el argumento de quienes sostenían que el control judicial debería limitarse a verificar si la decisión había sido tomada por el órgano competente respetando las formalidades exigidas, sin entrar a valorar su contenido. Sólo el tiempo determinará si la decisión del Supremo ha sido acertada o no. Dependerá de que produzca los efectos temidos por Serra o de que evite lo que señala una de las sentencias: que "la seguridad estatal puede verse negativamente afectada si no descansa en la confianza de los ciudadanos en que la actuación judicial cuando investiga presuntas ilegalidades policiales se desarrolla libremente".
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