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Melancolía del turista

Vicente Molina Foix

La palabra turismo tiene hoy mala prensa, pero surgió de un acto refinado y minoritario, el Grand Tour que los nobles de la Inglaterra dieciochesca emprendían -a veces con un pintor privado en el papel de máquina fotográfica artesana- para explorar el salvaje continente europeo y volver a sus country houses cargados de capiteles romanos y azulejería granadina. En dos siglos no ha cambiado básicamente la esencia del turismo, sólo su volumen, abiertas hoy las rutas del mundo, por remotas que sean, a la curiosidad de cualquiera que tenga 150.000 pesetas en el bolsillo y una semana libre. Tampoco el souvenir ha evolucionado tanto: se ha industrializado. El gran arquitecto neoclásico sir John Soane llenó su casa de despojos exóticos -el cráneo de un egipcio y su sarcófago, ánforas griegas, relojes de artilugio suizo, gatos momificados, y hasta una rata oriental en actitud orante-, convertido hoy ese formidable bric-à-brac en uno de los museos más fascinantes de Londres. Hemos de contentarnos, los turistas modernos, con el kilim, los bolsos tibetanos, la rosa del desierto, documentos de viaje con los que, más allá de la idea decorativa, queremos dar constancia de haber estado allí.Ramón de Mesonero Romanos pasa por ser el prototipo del costumbrista madrileño, pero también tuvo tiempo de viajar, y nos dejó, en el prólogo de su delicioso Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica (la bonita edición de Miraguano se ve estos días en las montañas del libro de ocasión), una relación de los porqués del turista. Han pasado 150 años desde que don Ramón escribió de ese viaje, pero no ha caducado, me parece, el justificante de lo que él llama "el perpetuo aguijón que le punza y aqueja [al viajero] hasta echarle fuera de sus lares y hacerle arrostrar las fatigas y peligros para dar a su imaginación y a sus sentidos nuevo alimento; para correr tras una felicidad que acaso deja a la espalda; para huir de un fastidio que acaso sube con él en el coche; para salvar un peligro que acaso corre agitado a buscar". La ruptura del monótono círculo del existir, el abandono de los enojos cotidianos, el anhelo del cambio de paisaje, siguen siendo razones por las que hoy, cuando ya no podemos más o nos toca el. turno, salimos de vacaciones. Pero hay, además de ésas, "otro motivillo más para que en este siglo fugaz y vaporoso todo hombre honrado se determine a ser viajador", escribe Mesonero en su cargada y adictiva prosa. "He aquí la clave, el verdadero enigma de tantas correrías hechas sin Motivo y sin término; he aquí la meta de este círculo; el premio de este torneo; la ignorada deidad a quien el hombre móvil dirige su misteriosa adoración". ¿Cuál?, nos preguntamos ya con impaciencia. "La relación verbal o escrita". Viajar para contarlo.

Se viaja por consumir el tiempo a una velocidad distinta, por comprobar, en el espacio desconocido, cómo somos cuando salimos de nosotros mismos, del mismo modo que ponemos a prueba la base de nuestra identidad asumiendo las calamidades del envejecer o el amar. Pero el viaje en sí sólo explica una parte de las delicias del viajar, así como la naturaleza del regalo se compone a partes iguales del motivo externo de la celebración ajena y de! la vanidad personal de buscadores del objeto deslumbrante. A la vuelta del Atlas o de Islandia, de una bajada con riesgo por el Amazonas o un descanso en Portugal, el viajero desea hacer el relato preciso de sí mismo a través de sus hechos, exactamente lo que, en el momento más comprometido de su vida, el agonizante príncipe Hamlet le pide a su fiel amigo Horacio completar en su nombre.

El gran tourista romántico se sentaba en una cima de los Alpes o ante, las ruinas de Pompeya y obtenía fácilmente su momento melancólico: la naturaleza era más sublime de lo que se pensaba en un ameno prado de Sussex, y la piedra comida por el verdín habla de unos tiempos más puros y silvestres. La melancolía del turista presente nace, por el contrario, de advertir que no sólo en el arte, el amor y la política todo está dicho; tampoco al turista le cabe la originalidad, ni su remedio sentimental, la soledad. Las masas han pasado por el lugar antes que uno, y es probable que un vecino de bloque haya traído al barrio la ciencia de un licor fenicio y milenario, los colores de una alfombra de nudos irrepetible, la anécdota que tú creíste vivir por primera vez. Por eso yo, viajero vocacional, entiendo a veces al viajero en casa. Y a sir John Soane, al saber, acabada la visita a su museo londinense, que aquellos cachivaches portentosos los compró casi todos en las subastas de Bond Street.

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