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Año de jueces

Cada cual es responsable de sus actos, pero hay épocas propicias a que determinados actos parezcan no tener responsables; así, durante la década pasada, todo lo que se refería a la financiación de los partidos políticos y a la llamada ingeniería financiera. Cualquiera que mostrara algún reparo a esas practicas era tildado de moralista, de no entender nada de política ni de negocios, de no haber salido de la infancia. Una especie de euforia al comprobar que asistía toda la razón a Cánovas cuando definió a los franceses como españoles con dinero, se apoderó de políticos y financieros situados en posiciones de poder. Ser como los europeos no era más que cuestión de dinero.En ese clima floreció el político astuto, capaz de ganar una y otra vez elecciones y asentar su poder sobre la base de clientelas fuertemente trabadas por pingües negocios en torno a las obras públicas. Los ochenta fueron años de políticos duraderos: González por supuesto, pero Pujol parece eterno al frente de la Generalitat y Cañellas habría podido batir todas las marcas como presidente de Baleares. Acusado de cobrar comisiones ilegales en la adjudicación de las obras de un túnel de peaje, con su presencia ante el Tribunal Superior de Justicia, Cañellas muestra bien que la corrupción no fue una exclusiva socialista sino la salsa en la que consumió su crédito una clase, política que ahora se ha propuesto liquidar los restos de su estima ofreciendo cada semana en el Parlamento el lamentable espectáculo de la mutua recriminación por sus pasadas hazañas.

Germinó también en aquel clima una planta exótica, un banquero audaz, celebrado por su osadía e inteligencia, por su capacidad para enriquecerse en un parpadeo. Su irrupción en escena se saludó como signo de modernidad: nada menos que la gran aristocracia financiera, lo más rancio del país, hubo de hacerle un sitio a su vera. A partir de ese momento, todas la puertas se le abrieron sin necesidad de derribar ninguna: discurseó en el Vaticano, con el Papa presente, sobre el capitalismo como moral; recibió de la Universidad, honrada ese día con la presencia de la real familia, el homenaje debido a los forjadores de sociedad civil; acompañó a Moscú a los políticos que impartieron allí lecciones de democracia; volaba a Nueva York, para verse con los Morgan, como quien viaja a Sevilla.

Hoy toca recoger las escorias del gran festejo de tanta modernidad política y social y algunos de los españoles con poder y con dinero que lo organizaron se encaminan al banquillo de los acusados.

Lo que debía terminar en una escueta reflexión sobre el valor de la democracia, pues a pesar de los pesares los juicios se celebran, se puede convertir, sin embargo, en vocerío y confusión, pues no han de faltar compinches que, simulando atacar la conspiración o la corrupción, propongan la supresión de la Audiencia Nacional o denuncien la inutilidad del Parlamento y la perversidad de los partidos políticos. Sus voces, en este maremágnum que se nos puede echar encima, se confunden con las de los mismos acusados y sus lacayos, que culpan a los jueces de sus delitos y, después de interponer recursos sin cuento, lamentan lo lenta que anda la justicia en este país.

Agotados todos los artilugios procesales, salvadas todas las maniobras dilatorias, gentes de mucho poder político y rebosantes de dinero van camino del juzgado. Por vez primera en nuestra historia, juicios por corrupción política coincidirán, y no por casualidad, con el de acusados por delitos financieros. Este va a ser, por tanto, año de jueces. No se espera de ellos ni la lección del moralista ni la soflama del populista; pero de su trabajo, lo que es decir de sus sentencias, pende el restablecimiento del imperio de la ley y la reconstrucción del clima moral imprescincible para la autoestima de una sociedad golpeada desde hace años por las mentiras y los chantajes en los que han resultado maestros estos españoles con poder y con dinero.

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