_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Edificios de campo

Gente con corbata, terno azul de camuflaje y el aire decidido de los ejecutivos con master tomaron una madrugada de primavera la gran explanada oriental de la Casa de Campo. Para cuando amaneció ya habían izado en un mástil desplegable, clavado en la colina preferida de los domingueros, una enorme bandera que proclamaba al viento el inconfundible símbolo Okupa. Los periodistas más briosos fueron contenidos hasta una rueda de prensa que se desarrolló, a las 11.45, en una agradable sala de conferencias improvisada al aire libre, frente al gran lago del parque. Envueltas en una música de ascensor que salía de la naturaleza (previo destierro de las prostitutas), clónicas beldades disfrazadas de azafata repartieron cafés, pastitas y brillantes dosieres de prensa rellenos de estadísticas 31 fotografías trucadas de oficinas ideales: pues según ha sido demostrado hace tiempo en los laboratorios y novelas más avanzadas, no existe tal cosa como una oficina ideal. Es una contradicción en los términos.

Un ejecutivo con las gafas más limpias y la raya del pelo más recta -la raya del ejecutivo parecía un código de moral espartana- explicó sin pestañear que la Casa de Campo era un territorio abandonado al vacío desde tiempo inmemorial, y que ellos (no especificó, pero se supone que los allí congregados) tenían derecho a ese paisaje con el mismo título de igualdad que los desocupados domingueros que iban allí a comer tortilla y ensuciar el paisaje con envases no reciclables.

"No somos violentos", precisó, "pero si es necesario plantaremos cara a las fuerzas de desokupación". Detrás suyo, los centuriones de su guardia sonrieron a la vez que. dejaban oír ronroneantes gruñidos. El hombre proclamó: "El Estado intervencionista podrá desalojarnos. Pero no podrán desalojar nuestras ideas". Los centuriones volvieron a sonreír y a gruñir, y los periodistas. tuvieron la impresión, según me contó uno de ellos, de que el ideario Okupa se había instalado en la Casa de Campo, flotando para siempre entre los árboles. Sería muy difícil desalojarlo.

Ni que decir tiene que el Gobierno ni lo intentó (y mucho menos la alcaldía, naturalmente: de qué iba el alcalde a corregir a sus jefes). Es cierto que salió uno de los portavoces de lujo a hablar con la prensa; pero de su potente artillería sólo utilizó el calibre 16, que como es notorio es la que se utiliza en la caza del ruiseñor, los debates de política cultural y el azote de los tránsfugas en las pedanías

E hizo bien, qué diablos: si el portavoz hubiese protestado más, es posible que algún periodista hubiese terminado por descubrir, entre la prolija documentación impresa con láser en los dosieres que entre las bases teóricas a las que los okupas de la Casa de Campo se remitían figuraba en primer término el proyecto del Gobierno mediante el cual, con el aplauso liberal-progresista de este país, se pone fin a décadas de proteccionismo filocomunista y al fin se permite urbanizar, para entendernos, un poco por donde a uno le dé la gana.

O sea, más o menos como durante los felices sesenta, en los que, como es notorio y está escrito en los libros, nació la actual potencia española. (Si alguien quiere documentarse, que se acerque a la costa. Cualquier costa).

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Los okupas de la Casa, de Campo se prepararon, sin embargo, a resistir. Se mandaron traer de Loewe chalecos de corresponsal de guerra 37, de Mallorca, grandes cantidades de bandejas con mediasnoches y otras viandas de noche en vela.

Que fuese primavera no les impidió montar las tiendas de campaña que habían utilizado ya en sus vacaciones en Nepal, y las llenaron de todos esos cacharritos con los que algunos primermundistas visitan el Tercer Mundo pensando que seguramente tendrán que dormir en la selva y matar un tigre. Luego mandaron poner una tarima de una de las terrazas de la Castellana, y contrataron a una estrella rebelde para que amenizara en directo el comienzo de las obras.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_