Chimpancé
Tenía razón la serpiente cuando le prometió a Adán que sería como Dios: después de muchos siglos, el hombre se ha convertido también en un fabricante de monstruos. Hace años en el zoo de San Diego de California me quedé solo frente a la jaula de un chimpancé. No había nadie más en aquella zona del jardín. En medio de la soledad, el chimpancé me miró fijamente a los ojos. Ambos permanecimos durante unos minutos sosteniéndonos la mirada en una especie de reto por ver quién cedía. Tuve que apartar la vista con cierto pánico porque aquel mono me dio a entender que lo sabía todo de mí. En ese momento yo llevaba una Biblia en la mano. Siempre me ha gustado pasear por los zoológicos releyendo las hazañas de Jehová. Sin dejar de mirarme de arriba a abajo como un buen inspector, el chimpancé alargó el brazo para reclamarme el libro sagrado y yo se lo entregué con mucho gusto. Lo olisqueó, lo acarició, pasó la lengua por sus tapas de cuero, lo agitó junto a su oído esperando que algo sonara dentro y finalmente lo abrió con las manos peludas e hizo como si leyera el primer capítulo del Genésis con la seriedad de un exégeta. De pronto dejó caer el libro y comenzó a gritar mostrando sus enormes encías mientras daba vueltas en la jaula. En el primer capítulo del Génesis se dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Tal vez de eso se reía o protestaba aquel chimpancé pero cuando vio que yo recogí con respeto la Biblia de entre sus patas se calmó de repente y siguió mirándome con gran intensidad y de su expresión saqué la conclusión de que me decía: el paraíso terrenal fue un laboratorio de donde salieron toda clase de monstruos como nosotros dos y a semejanza de Dios ahora el hombre puede continuar con aquella tarea. Entre nosotros seguía la pugna otra vez por ver quién resistía la mirada. Tenía que demostrarle que yo era superior. A un palmo de su aplastada nariz le dije este verso de Shakespeare: "Eres noble y gentil, y querrán conquistarte". Lleno de rubor el chimpancé bajó los ojos.
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