El roble herido
No resulta cómodo en estos días criticar las posiciones del nacionalismo vasco. El PNV se ha apuntado a una estrategia comparable en la forma, aunque lógicamente no en el fondo, a la seguida en Francia por un partido poco recomendable contra la prensa independiente. Primero, denuncia abierta y clamorosa en mítines y declaraciones de todo tipo contra el Enemigo que lleva a cabo por fines oscuros una campaña intolerable contra su partido. Luego, presión permanente, artículo a artículo, con réplicas dirigidas apuntando a sus autores., Así, si el diario las silencia, protesta contra la falta de libertad de expresión; si las incluye, se convierte en portavoz oficioso de su basura ideológica. Por supuesto, en el caso del PNV, no topamos con tal basura, pero sí con prolongadas quejas contra la leyenda negra antinacionalista. A la, vista de semejante ceremonia de la confusión, el lector pide piedad.Sucede, sin embargo, que existe, como todos sabemos, un grave problema político en Euskadi y que las posiciones adoptadas por el PNV son de máxima importancia para su enquistamiento o resolución. Y que en muchos casos se presentan cómo contradictorias. Discutirlas no es, pues, sólo posible, sino necesario. Y más aún, porque no surgen de unas ocurrencias del momento, sino de la dualidad de una posición política, entre el peso de los orígenes y una práctica cada vez más democrática, que se remonta a las primeras décadas del siglo. No hay tal leyenda negra: la violencia contra los demócratas no nacionalistas fue muy intensa, por ejemplo, en el primer bienio republicano, justo cuando se cargaba el partido de contenido popular y de actividades inspiradas en la doctrina social cristiana. Algo escribí sobre ello hace veinte años. En plena guerra Civil, esa luz democrática del PNV brilla excepcionalmente en circunstancias muy difíciles, con la gestión de Manuel Irujo en el Ministerio de Justicia, enfrentándose a Negrín. Pero es también el momento del pacto de Santoña, con los batallones vascos rindiéndose a los italianos, previa una guerra fingida tras la caída de Bilbao, donde los segundos encontraron el camino despejado. No eran hechos casuales, sino consecuencias de la citada dualidad, cuya vertiente exclusivista se reflejaba en la pretensión de constituir "un pueblo en marcha", el verdadero pueblo vasco, aun siendo una minoría del mismo. Pudo así decidir por sí, en nombre de todos, por encima de su mismo Gobierno, prescindiendo de sus aliados. La estrategia de éstos había de ligarse a la suya, que permanecía independiente. Con pésimas consecuencias, entonces y en fechas más recientes.Esta concepción patrimonial que el PNV mantiene en relación con la realidad vasca ha incidido de modo negativo sobre una política que es efectivamente democrática y que persigue con firmeza el bienestar de Euskadi. Le lleva a desconfiar de todo lo que es plural o compartido. En un reciente artículo, Arzalluz comparaba la acción de su partido con la de "plantar un roble", cuyo pleno desarrollo no alcanzaremos a ver, se supone que toda Euskal Herria convertida en comunidad nacionalista, dotada del soberanismo cuyas raíces encuentra explícitamente en el planteamiento de Sabino Arana. Sí, de Sabino Arana ("Nebraska", Deia, 23-2-97). Pero, cabría preguntarle: ¿por qué no pensar que el roble está ya ahí, en el autogobierno presidido por el PNV, merced al Estatuto, y herido sólo por la violencia? Que la respuesta es negativa ha podido constatarse con el rotundo rechazo del PNV a que tenga lugar la celebración del Estatuto autonómico. ¿Cómo no subrayar entonces la contradicción (le una política que desestima sus propios fundamentos legales, dando además argumentos a quienes la dinamitan un día tras otro? Vistas las cosas a través de otro ejemplo, si la prensa del PNV asume la consideración de la policía del Estado como "fuerza colonial", ¿cómo puede extrañarse de que los violentos califiquen de "cipayos" a la Ertzaintza?.
Y hoy, la barbarie de nuevo en pie de guerra.
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