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El deseo de autogénesis

Enrique Gil Calvo

Hace 10 años publiqué en estas mismas páginas mi primera tribuna de opinión. Se titulaba De genes, corrales y huertos y pretendía satirizar la indignación con que muchos moralistas se lamentaban por la apertura del registro americano de patentes para las nuevas especies obtenidas mediante ingeniería genética. Pues bien, hoy vuelve a cobrar redoblada actualidad aquella cuestión: el desarrollo de una oveja gestada por partenogénesis a partir del genoma de un solo progenitor está desatando una parecida cruzada de rechazo, que denuncia los intentos científicos por emular el papel del creador.¿Hay para tanto? La razón del revuelo reside en las posibilidades de aplicación al género humano: hemos domesticado las demás especies, pero hasta ahora nunca nos hemos atrevido a domesticarnos a nosotros, excepción hecha de criminales intentos. Y lo que nos asusta es esta posible autodomesticación reflexiva: nos creemos con derecho a programar la evolución de animales y plantas, pero ignoramos si debemos permitirnos la selección artificial de nuestra propia progenie. De ahí la mayoritaria coincidencia en un solo veredicto: hay que prohibir la partenogénesis o clonación de los seres humanos. Y si de mí dependiese la decisión, probablemente me sumaría a semejante consenso restrictivo. Pero no está de más considerar las implicaciones de todas las hipótesis: ¿por qué no analizar los motivos que aconsejarían optar por la partenogénesis, aunque sólo fuese para descartarlos?

Se puede sostener que la clonación es un método selectivamente deficiente, pues desde el punto de vista de la evolución natural resulta mucho más eficiente la reproducción sexual, ya que garantiza una mayor diversidad genética. Pero este criterio eugenésico no es causa legítima para prohibir la clonación, de igual modo que tampoco lo es para prohibir la endogamia, el matrimonio entre primos cruzados o cualquier otro residuo del atávico tabú del incesto. Tanto más cuanto es imposible ponerle puertas al campo y, por muchas prohibiciones que se impongan, no es descartable que haya personas prestas a pagar el precio para su partenogénesis clandestina, como sucedía cuando nos íbamos a Londres a abortar de extranjis. Y en tal caso, sí alguien tuviera un hijo por clonación de facto, ¿qué hacer con esa nueva vida prohibida, ante la imposibilidad de quitársela?

Todo eso sin considerar otro elemento básico para la democracia liberal, como es el derecho a la autodeterminación individual. ¿En nombre de qué principio se podría legítimamente restringir el derecho a tener hijos por partenogénesis si no hay nadie (fuera del hijo así concebido) que pueda alegar otros derechos contradictorios? Al igual que una mujer tiene derecho a embarazarse sola mediante reproducción asistida, acudiendo a un banco de semen anónimo, ¿por que no tener igual derecho a embarazarse de sí misma mediante clonación o partenogénesis? Y la comparación tiene sentido porque, en la naturaleza, la partenogénesis llamada constante se da en las especies que tienen ausencia o escasez de machos. Este no es el caso en nuestra especie, pero podría serlo en nuestra sociedad posmoderna, cuando predomina la figura del padre ausente y se extiende la nueva familia matrilineal, donde mujeres económicamente independientes autodeterminan su maternidad sin el concurso masculino, que comienza a escasear.

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Pero ¿quién querría reproducirse por partenogénesis? Puestos a especular, cabe imaginar tres tipos de vocación por las clonaciones (pues la razón democrática excluye un cuarto tipo mercantil o despótico, basado en la comercialización o planificación de progenies seriadas). El primero ya se ha mencionado, y es el de aquellas feministas radicales que desearían autodeterminar su maternidad absolutamente, excluyendo toda sombra de influencia masculina. Es el tipo más próximo, pues la mitad de las escandinavas y un tercio de las europeas protestantes registran ya sus hijos en ausencia de varón que se corresponsabilice institucionalmente. Pero este solipsismo reproductor es en el fondo moderado, pues no precisa de autogénesis, conformándose con el auxilio externo de algunas dosis de semen prestado. Más radical, aunque sólo teórico todavía, es el segundo tipo imaginable: el de aquellas personas que desearían tener progenie idéntica a sí mismas.

¿Qué razones puede haber para el autismo progenitor? Al margen de posibles delirios poéticos, creo que hay determinadas causas sociales que podrían favorecer una cierta tendencia hacia la autoprogenitura, y no tanto por narcisismo como sobre todo por miedo a los hijos que podríamos llamar normales. Actualmente, a causa del vértigo que produce el cambio social, la discontinuidad entre padres e hijos ha llegado a ser tan grande que aquéllos ven a éstos como unos extraños en los que ya no logran reconocerse; y recíprocamente, los hijos desprecian e ignoran a sus padres, al no poder admirarlos ni respetarles. En estas condiciones, está disminuyendo inexorablemente el deseo de ser padres y educar hijos (con la consiguiente caída de la natalidad), dada la conciencia de predestinación para el fracaso: y no se vislumbra qué método educativo podría devolverle su perdida dignidad a la función del padre. Pues bien, una progenitura basada en la clonación permitiría volver a reconocer a los hijos como prolongación de sí, restaurando el amor paterno y el deseo de ejercer la paternidad, con lo que quizá se recuperase la hoy declinante natalidad.

Queda, en fin, el tercer tipo de vocación autogenitora: el religioso. La clonación, en efecto, parece garantizar la inmortalidad o al menos la transmigración de las almas, hoy identificadas con el genoma individual, que confiere identidad personal. Savater ha definido el sentido religioso como el deseo de salir de sí, atravesando las fronteras que nos separan a unos de otros hasta alcanzar la continuidad interpersonal. ¿Acaso no adoramos al padre divino para poder sentirnos hermanos? Pues bien, ¿qué mejor religación que la de vincularse a un alter genéticamente idéntico? No obstante, esta transmigración del alma genética resultaría una pasión inútil, pues la clonación no permite la continuidad vital. Sólo la memoria, y no el genoma, proporciona identidad personal. Y la memoria es incomunicable, por lo que resulta intransferible y no puede romper la inexorable discontinuidad vital: aunque nuestros genomas transmigrasen, no por eso dejarían de morir nuestras memorias personales, necesariamente caducas, finitas y contingentes. Pero a nuestra especie le gusta soñar imposibles, entregándose a ilusiones estupefacientes: y ésta de la autogénesis podría ser otra peligrosa superstición, potencialmente fatal.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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