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Hablar hasta el amanecer

Manuel Cruz

El agudo observador de la realidad ve signos de los tiempos por todas partes. Cualquier transformación en el entorno habitual la convierte en objeto de lectura e interpretación, adopta ante sus ojos el carácter de indicio de lo que se avecina. La gran ciudad, con su producción sistemática de novedades, constituye para él una auténtica fiesta. Última mente parecía haber encontrado un claro motivo de gozo. Su paisaje cotidiano se había visto transformado don la espectacular irrupción de unos objetos, los teléfonos móviles, que sembraban de puntitos negros el horizonte. La transformación, como sucede sólo en las grandes ocasiones, revestía un carácter de relativa universalidad. No afectaba a un concreto segmento social o de población, no tenía, lugar en es pacios reservados, sino que de alguna manera los atravesaba todos. Los individuos colgados de su teléfono podían en contrarse tanto en los restaurantes más refinados como en la más sencilla casa de comidas o en cualquier calle de no importa qué barrio. Lo necesitaba tanto el alto directivo de multinacional siempre a punto de tomar decisiones trascendentales como el operario de .mantenimiento susceptible de ser llamado con urgencia para reparar una avería. Sin embargo, tras el fogonazo de la primera reacción, brillante y divertida, a cargo de los intelectuales de guardia (leyendo la proliferación de dichos teléfonos como parábola de la sociedad posmoderna o fantaseando un futuro en el que nos veríamos obligados a aniquilarlos como cucarachas), la novedad se vio abandonada a su suerte. Hasta el punto de que ahora parece haber quedado reducida a la condición de mero tema de conversación para las sobremesas, casi siempre bajo el mismo registro. Como de costumbre, la reacción de buen tono en determinados medios es el irónico desdén, no exento de una cierta irritación. Se suele aludir a la incomodidad que supone el que en el momento más inoportuno, en el lugar más insólito, suene la señal del dichoso móvil, a la dudosa necesidad de hablar por teléfono en según qué lugares (por ejemplo, mientras se hace la compra en el supermercado) o argumentos similares. Cuando se entra en este capítulo empiezan a proliferar las anécdotas: termina ganando el que ha visto a alguien colgado del telefonino en la situación más chusca.

Pero la broma tiene fecha de caducidad. Es obvio que no provocará risa cuando deje de sorprender. Como ha perdido su gracia aquel personaje de Sueños de un seductor que se pasaba toda la película telefoneando a su oficina para actualizar la información: "Ahora estoy en el ...". Serán los niños, de hoy los que se reirán mañana cuando escuchen que a alguien, ya mayor, todavía se le escapa la pregunta: "¿A qué hora se te encuentra en este número?". O que farfulla, como inverosímil pretexto para un retraso, la imposibilidad de avisar.A muchos debiera extrañarles que esto se haya podido convertir en uno de los grandes negocios de nuestro final de siglo. Por ejemplo, a todos los que se deleitaban con la jeremiaca cantinela de la incomunicación en el mundo moderno, de la soledad en las grandes ciudades, etcétera. O a los que nos aburrian, inmisericordes, con el tópico latiguillo de la victoria -según ellos, irreversible- de la imagen sobre las palabras. Algún matiz se supone que habrá que introducir a la vista de lo que está pasando. Porque el hecho es que lo que ofrece esta tecnología es fundamentalmente posibilidad de comunicación, empleo de la palabra, interlocutores al instante y a la carta.Lo mismo, por lo demás, que ofrece ese otro recurso .que tanto éxito está teniendo últimamente entre sectores cada vez más amplios de nuestra sociedad. Las conversaciones múltiples en Internet (las denominadas. chat en la jerga) son asimismo, en definitiva, formas de contacto, interpersonal, de comunicación, que están generando un entusiasmo para alguno de sus críticos fronterizo con la adicción. Pero parece difícil discutir que, también aquí las posibilidades de comunicación. se han visto rnultiplicadas de manera espectacular. El rasgo diferencial a añadir sería que en este otro caso todo el mundo puede hablar con todo el mundo en cualquier momento a través de la pantalla; esto es, de la escritura. Rasgo, dicho sea de paso que por su parte choca -y de manera bien frontal, por cierto- con los negros augurios de analfabetismo funcional generalizado con el que se nos abrumaba hasta hace poco.A menudo, aquellos mismos críticos, un punto resabiados, formulan una objeción al contenido de dichas comunicaciones. A fin de cuentas, vienen a plantear, ¿qué se dicen los participantes en estos encuentros en la virtualidad? La pregunta, algo capciosa, desprende un tufillo engañosamente nostálgico. Qué más da ahora lo que se puedan decir. En realidad, ¿qué se decían antaño las gentes? Cuando las familias se reunían alrededor de la mesa a cenar, todavía sin televisor que imantara sus miradas, sin aparato de radio que les condenara al silencio o sin videojuegos que tuvieran entretenido al niño, ¿cuál era el objeto de su conversación? ¿Acaso protagonizaban vivos debates acerca.de Marcel Proust o de los más recientes desarrollos de la física cuántica? Esa versión mítica de una palabra silenciada, ahogada antes por el griterío de los aparatos de radio, luego por el de los televisores y ahora por un supuesto autismo infórmático, no deja de ser una Arcadia feliz comunicativa sólo existente en la mente de sus fabuladores (y en el recuerdo de unas pocas familias burguesas ilustradas).

No se trata de entusiasmarse ingenuamente. Hay problemas, sería ridículo negarlo, pero la cuestión es si están en el lugar que se acostumbra a señalar o en otro diferente. Tal vez sea cierto que les ha sido devuelta la palabra, a unos usuarios que casi habían olvidado su modo de empleo. Y les ha sido devuelta en unas condiciones muy particulares. En las que, vale la pena subrayarlo, ha desaparecido un elemento importante: la presencia física del interlocutor. Habrá que discutir, pues, "qué modelo de comunicación es el que se encuentra en juego. La nueva comunicación es ciertamente peculiar. Podría admitirse que es una comunicación en un determinado sentido solitaria. Pero aun así importa puntualizar dos aspectos. El primero es el de que la mencionada desaparición fisica del interlocutor no es imputable a estas técnicas, sino que, más bien al contrario, ellas pretenden paliarla o compensarla. El segundo, en sí mismo altamente significativo, es el del redescubrímiento, por parte de nuevos grupos sociales, de un valor que se presumía abandonado: el de la comunicación.

Puestos a tabular hipótesis, por qué no proponer la de que hemos tocado fondo, y que la técnica -brazo armado del conocimiento, en definitiva- puede ayudarnos, como, por lo demás, tantas veces lo hizo en el pasado, a encontrar el camino de salida. Hay cosas que ya no podremos olvidar, porque lo que se sabe pasa a formar parte de nosotros como una segunda piel. Hay esperanzas vanas, como. hay carencias insufribles. Cuando la protagonista femenina de la película Leaving Las Vegas, una prostituta sin compañía alguna, le propone al personaje encarnado por Nicolas Cage, un alcohólico decidido a acabar con sus días en esa ciudad, que se vaya a vivir con ella, no le ofrece grandes atractivos ni le pide grandes cosas. Simplemente que le esté esperando al regreso de su trabajo. "Me agradará encontrarte despierto cuando vuelva", Ie reconoce. "Nos quedaremos hablando hasta el amanecer", le promete. En fin: algo parece moverse alrededor de la palabra.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

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