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Una era decisiva

De una China exhausta ideológicamente a una en plena expansión

Bajito pero tozudo, Deng Xiaoping siempre tuvo claro que la China fuerte con la que él soñaba sólo se podía hacer desde la revolución económica. Era la modernización agrícola, industrial, tecnológica y militar, y no la política, la que, según Deng, podía situar al país a principios del próximo siglo en el mismo plano que las grandes potencias. La defensa de este principio le valió que los guardias rojos le tildaran de derechista y ser víctima de purgas políticas en tres ocasiones.La era de Deng comenzó realmente un frío diciembre de 1978. China estaba tan exhausta por los excesos ideológicos de la Revolución Cultural que recibió como agua de mayo la decisión del pleno del Comité Central del Partido Comunista Chino (PCCh) de dedicarse primordialmente, como exigía el viceprimer ministro, de 74 años, a "impulsar la producción". El principio maoísta de que la labor política debe primar sobre la económica había sido enterrado para siempre.

La reforma empezó muy tímidamente. Nadie se creía que se iniciaba un proceso de apertura en el que no había marcha atrás, y la historia reciente enseñaba lo fácil que era pillarse los dedos. Este miedo, precisamente, impedía un auténtico avance. Fue necesario el juicio de la banda de los cuatro para que la. locomotora del cambio empezase a echar humo.

Sichuan, la provincia más poblada de China, con más de 100 millones de habitantes, y Anhui fueron las pioneras en la introducción de los mecanismos comerciales privados e incentivos materiales. Los logros conseguidos fueron utilizados como modelo para todo el país y como excusa para anunciar, en 1982, la abolición del sistema de comunas. Se arriaba así el estandarte del Gran Timonel, cuando apenas habían pasado seis años de su muerte.

" Todo chino sabe que sin el presidente Mao no habría nueva China... No debemos de exagerar sus errores, porque si lo hacemos le calumniaremos a él, al igual que al partido y al Estado... Pero está claro que actuó como un patriarca; que nunca quiso conocer las ideas de los otros aunque fuesen magníficas; que nunca quiso escuchar opiniones diferentes a la suya. Realmente actuó de una forma insana y feudal", diría Deng de su antiguo jefe en un libro aparecido en agosto de 1983. Pero Pekín, sede de toda la nomenklatura y de un enorme cuerpo burocrático anquilosado en lo que Deng llamaba el "tazón de arroz de acero", es decir, que nunca se rompía, iba a remolque del despegue que vivía el campo. Los primeros mercados libres aparecieron con el cambio de década. Eran pocos quienes se aventuraban a participar en el nuevo juego, que comenzó con pequeños trueques.

El cansancio de los fogones comunes y la tradicional y adormecida gula china fueron los dos grandes aliados de la reforma en sus primeros pasos. Pronto, los más arrojados se acercaron a los mercados libres con dinero, y pronto esa valentía fue sustituida por una desenfrenada carrera por el consumismo, primero de comida, luego de vestido y después de bicicletas, radios, televisores y otros electrodomésticos.A la creación de las cooperativas de campesinos autóctonos se unió una limitada privatización de la tierra, por la que a cada campesino se le asignaba un número determinado de metros cuadrados, dependiendo del número de personas a su cargo y de la población de la provincia. La modernización del campo era ya una realidad, aunque en términos occidentales dejaba mucho que desear y su esplendor tuvo la brevedad de un rayo. El enorme peso del campesinado, 800 millones de personas, la falta de mecanización, de infraestructuras, del apoyo de una industria química rica en abonos y fertilizantes y de una política coherente de distribución han lastrado el desarrollo del campo y convertido a este en el refugio de la pobreza, del descontento y de una eventual desestabilización.

Tal vez sea precisamente en el campo donde los efectos negativos de la reforma sean más fuertes. Millones de campesinos han sido encandilados por la luces de las grandes ciudades, de los enormes polos de industrialización, y desarrollo económico que albergan las costas chinas y, ansiosos por huir de la miseria, han sembrado los suburbios y las periferias de las urbes de masas de desempleados y de un lumpen creciente, en donde las mafias y las redes de delincuencia encuentran un magnífico caldo de cultivo.

"Enriquecerse es bueno" y gato blanco o gato negro, lo importante es que cace ratones" fueron las consignas que dominaron la primera mitad de la década china de los ochenta. La apertura al exterior y la reforma del sistema legal encaminada a dar seguridad y atraer a los inversores extranjeros fue abriéndose camino en los principales foros económicos del mundo. A pesar de ello, el capital exterior se resistía a llegar y las cuatro zonas económicas especiales -Shenzhen, Zhuhai, Xiamen y Shantou-, establecidas en 1979 en la costa sureste como puntales de la política de apertura, tuvieron un escaso éxito.

Sin embargo, Deng no dudó de que la historia le daría la razón y que el mundo moderno no podría ya dejar de lado a China. "La apertura es irreversible", repitió sin cesar, y en 1985 ofrecía a los reticentes inversores un quinquenio de estabilidad y de crecimiento medio anual en los terrenos agrícola e industrial del 10%. Los japoneses fueron los primeros en arriesgarse a colocar sus inversiones en el gigante dormido.

El último lustro de los ochenta hizo realidad la llamada segunda revolución china. La reforma adquirió un ritmo vertiginoso, la apertura al exterior, las inversiones extranjeras, la industrialización y la fuerte presencia en la economía del hasta entonces inexistente sector servicios dieron al país una imagen hasta entonces desconocida. El Imperio del Centro abandonaba el aletargamiento de los dos últimos siglos.

Este pragmatismo a ultranza, la inevitable occidentalización que comenzaba a impregnar a la juventud china y los efectos indeseados de la reforma, especialmente el alza de precios, produjeron las primeras rupturas en la cúpula. Para calmar a los elementos más tradicionales de ésta, entre los que se encontraba una buena parte del mando militar, Deng Xiaoping se vio obligado, en 1987, a desprenderse de un delfín, Hu Yaobang, hasta entonces secretario general del PCCh. Su otro delfín, Zhao Ziyang, ocupó la vacante, pero el cargo que hasta entonces tenía -la jefatura del Gobierno- fue entregado a Li Peng, el hombre encargado de frenar los desmanes.

Para entonces la crisis social y económica había arraigado y ya nadie en Pekín fue capaz de prever la avalancha de acontecimientos que se avecinaba. La lucha contra la corrupción que había impregnado al PCCh y la evidencia de que sólo podría hacerse bajo el nuevo término acuñado por los vecinos soviéticos, glásnost, transparencia, lo que equivalía a libertad de prensa, fue el detonante la protesta estudiantil de Tiananmen, que acabó de. forma sangrienta el 4 de junio.

La trágica entrada de los tanques en Tiananmen tuvo como resultado una grave recesión. De una economía de mercado socialista que aplaudía la autogestión, la descentralización y la iniciativa, se volvió a una economía socialista centralizada con una dosis de economía de mercado.

La reforma, sin embargo, era ya imparable. El mercado no tardó en imponer su realidad y China cruzó el umbral de la nueva década afianzando su futuro como una de las potencias del nuevo siglo.

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