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No hablemos

El todavía reciente traslado al Panteón de los restos de André Malraux es buena ocasión para invitar a la lectura de sus Oraciones fúnebres, puestas en castellano, también hace muy poco, gracias a la admirable traducción de Miguel Rubio. Precisamente una de estas Oraciones se titula por el editor (o quizá por el propio autor, no lo sé bien) 'Traslado de las cenizas de Jean Moulin al Panteón'. Fue en cierta gélida mañana de diciembre de 1964 -que Jean Lacouture nos ha contado- cuando Malraux pronunció a cielo abierto este discurso, con emoción casi exasperada. Ante él, quien fue, sobre todo, "su" general; una multitud de parisinos y el féretro del héroe de la Resistencia, junto al que -acaso lo soñara con orgullo- yace hoy el hombre de aventura y de escritura, el enamorado y, a la vez, disgustado de sí mismo, el moralista. Escuchemos un instante cómo la voz vehemente del inusual ministro va abriéndose en la plaza del Panteón: "Igual que Leclerc entró en los Inválidos, con su cortejo de exaltación ganado bajo el sol de África y en los combates de Alsacia, entra aquí, Jean Moulin, con tu terrible cortejo. Con aquellos que murieron en los sótanos sin haber hablado, como tú, e incluso, lo que es tal vez más atroz, habiendo hablado". Malraux prosigue, pero lo dicho basta para conducirnos a esas larguísimas horas, salvadas del olvido en sus palabras, durante las que Moulin, capturado y preso de la Gestapo, mira al verdugo que quiere hacerle hablar y que martiriza su cuerpo para ello. La historia, hasta lo posible, es conocida: el presidente del clandestino Consejo Nacional de la Resistencia, sólo un despojo ya de la tortura, se mantuvo tenaz en su silencio y el verdugo consumó la tarea.. La obstinación de aquel silencio -de todo mutismo igual, hasta el presente- incomoda como una pregunta insoslayable. Por qué o por quiénes calló el hombre torturado; cómo logró desdeñar, ante el suplicio, los verosímiles consejos de quienes,. también cautivos, o acaso sutiles carceleros, quisieron, con argumentos llenos de sensatez, reblandecer su contumacia. Son cuestiones de alguna actualidad.Es fácil suponer que Moulin mantuvo la entereza del silencio al pensar en los vivos, y en los muertos también, de aquella azarosa aventura. En los camaradas ya abatidos, cuya muerte hubiera sido muy útil para los verdugos si nuestro hombre, por no correr igual suerte, por detener la cadena del dolor, hubiera sido práctico y hablado. En los vivos de aquel año 1943, y de los años futuros, a quienes su silencio vinculaba con el frágil lazo de la dignidad. Conjeturo que, frente a toda retórica, el hermetismo del hombre maltratado no rendía homenaje a la utilidad para la causa, siempre opinable, de aquellos sacrificios anteriores; tampoco preservaba sólo los modestos secretos de la Resistencia. Evitaba, más bien, que aquellas muertes previas se pervirtieran en "útiles" para el verdugo; esto es, que el pavor del precedente le venciera; que le disuadiera de su empeño el comprensible anhelo de pactar, razonablemente, por la vida. Por mantener la propia y por aliviar a cualesquiera otras de la pesadumbre de la lealtad y del riesgo. Si lo hubiera hecho -si hubiera hablado ese día que MalIraux nos trae a la memoria-, aquellos muertos bajo cuya mirada estaba habrían sido de murcho provecho para sus captores. Pero además se habrían convertido, de inmediato, en víctimas de una anticipación ingenua, de un error de cálculo, de la imprevisión que les impidió advertir a tiempo que la batalla y sus sacrificios terminarían, antes o después, como tantas otras veces, en una conversación frente a una mesa. Y los supervivientes habrían tenido que reemprender, desde muy abajo, el ascenso hacia la dignidad malherida de la condición humana.

Pienso cómo hubiera sido el hipotético diálogo de Moulin con su verdugo; cómo la conversación, tras la tortura invencible, que su coraje impidió. Lo medito en estos días, mientras los verdugos que entre nosotros habitan se inclinan también sobre el cuerpo de la sociedad española, sobre los cuerpos que eligen para expresar su voluntad de diálogo. La ocasión es tan sombría que no permite sorna, y lo que digo, lo digo sin antífrasis: como el funcionario de la Gestapo que, circunspecto, hacía su trabajo, también estas criaturas de la muerte de ahora buscan hablar o, más precisamente, que hablemos. Que se les hable. A un lado de la mesa, el Estado y sus representantes; del otro, la serpiente, que es en los mitos animal sin término, y el hacha sin fatiga. Lo que ETA y sus gentes pretenden no es otra cosa, pues, que una palabra de negociación por el tormento una palabra en esa hora insegura en que cansancio, instinto y sensatez nos disminuyen. Una palabra con la que aceptemos transar sobre lo que las urnas niegan. La esperan con certidumbre técnica pareja a la de aquel torturador, sin embargo frustrado: habrá un día -imaginan- en que la acumulación de cadáveres generalice el miedo y el hastío; un día en que, entumecido el ánimo, ningún precio sea excesivo si consigue aplacar al verdugo, si el suplicio concluye, si evitamos más muertes. Un día para el habla pragmática con los héroes de la desolación. Nos preguntaríamos ecuánimes bajo el hacha -lo dejó dicho Brecht- si acaso quien la empuña no es humano también y capaz de lenguaje en tal hipótesis. Divagaciones de cuando se cumple ya un año del asesinato de Francisco Tomás y Valiente y mientras quienes buscan hacernos hablar se aplican a su oficio.

También nosotros debiéramos hoy, como el Moulin maltrecho que supongo, evocar a los muertos y mirar a los vivos, contemplarnos. Aquéllos no reclaman condolencias ni enérgicas condenas -aunque darlas y hacerlas es humano-, sino un silencio de dientes apretados; la negación de la palabra que la tortura indaga. No han de ser instrumentos de la extorsión triunfante -los muertos no se cuentan, escribió en alguna parte Graham Greene- ni víctimas tardías de la demora en rendirnos, de nuestra resistencia finalmente abatida. Y pensar en los vivos. Imaginarnos en ese segundo que sigue al silencio que cede, vencido, su palabra; preguntarnos si aún nos reconoceríamos entonces como comunidad de hombres aproximadamente libres; anticipar el alivio de la dudosa tregua y la impostura, ese día, de lo que llevamos como "valores", pronto hará veinte años, al artículo primero de nuestra Constitución: libertad y justicia, igualdad y pluralismo político. Cosas tales.

Las crónicas de las guerras de otro tiempo nos dicen de esa pausa nocturna en la que el combatiente -el resistente- se desliza furtivo hasta llegar a sus muertos y recuperarlos. En días recientes, como los que quizá vuelvan, incluso ese recogimiento íntimo ha sido interrumpido, roto, por otra oscura noticia. Afrenta muy de cerca el aliento del verdugo, su insistencia en, hablar, su apremio impaciente para poner fin al sufrimiento que, en obediencia a su destino, causa. Y el espectáculo de la vileza arrecia. También en la patria ("pálida madre", la llamó el mismo Brecht) de, aquel otro sayón al cabo derrotado -su rostro fue el último rostro ante Moulin- se aullaba de fervor por el Gran Homicida. Alguien sabrá explorar las cueva si negras del alma de los hombres.

"E incluso, lo que es tal vez más atroz, habiendo hablado". Quizá haya que prestar oído a esta advertencia, un poco melancólica, desde el valor y la fragilidad de la vida civil de los españoles, desde la vida de nuestro Estado constitucional desafiado, desde tantas vidas perdidas. Todo esto descansa sólo en nuestras manos y de ello respondemos. Esto es lo que nuestro silencio defiende: la irreversible renuncia a la violencia como instrumento de imposición sobre los otros; la dignidad recuperada frente a la tiranía de ayer; la Constitución que nos dimos, pero que hicimos también en nombre de todos los que lucharon por ella, a veces sin saberlo. Sin duda que en el quehacer habitual y ordenado de la acción política -obra de todos, responsabilidad de todos- hará valer su fuero el equilibrio, el misterioso don de la oportunidad, el imperativo del día y su indigencia. Pero ojalá los cálculos, pequeños o ambiciosos, con los que gestionamos el tiempo no nos confundan.. Nuestro silencio ampara cosas graves y frágiles y el verdugo espera una palabra, una sola, para ser indulgente; para obsequiarnos, última ignominia, tranquilidad y supervivencia. Las sombras ganan el sótano donde Moulin, sentado y maniatado, observa las manipulaciones que preparan dolor. Nos'otros estamos de pie y somos libres. Sigamos, sugiero, de este modo. No hablemos.

Javier Jiménez Campo es catedrático de Derecho Constitucional.

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